Crónicas: ¿Cuánto mismo padeció Jesús?
Crónicas: ¿Cuánto mismo padeció Jesús?
Por: Lucía P. de García
Toronto.- Se habla de la pasión de Jesús, del sufrimiento que le causó la corona de espinas, los clavos en sus manos y pies, la crucifixión. Más ¿cuánto mismo padeció? Estudios médicos han determinado que fue algo tan cruel que rebasa lo imaginable.
La noche del que sería llamado Jueves Santo, tras haber cenado con sus discípulos y luego de compartir el pan y el vino, Jesús salió a orar en el Huerto de Getsemaní. Alrededor de la una de la madrugada del Viernes de Pascua “comenzó a entristecerse y a angustiarse de gran manera”, a sudar gotas de sangre, tantas que humedecieron el suelo.
Expertos señalan esa condición como hematidrosis, estrés emocional agudo que provoca la dilatación de los vasos capilares subcutáneos haciéndolos explotar y juntarse con el sudor.
La sangre emergió por cada poro de su cuerpo mientras en tribulación extrema imploró por tres veces “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Dios quiso que cumpliera con lo que decían las Escrituras.
Después de ser apresado, el Maestro fue conducido ante el Concilio y el sumo sacerdote Caifás, quien le preguntó si era Hijo de Dios. “Tú lo has dicho” respondió. La “blasfemia” le costó ser abofeteado, golpeado, escupido.
Al llegar la mañana Jesús fue conducido ante el gobernador Poncio Pilatos, quien, al saberlo galileo le envió a la jurisdicción de Herodes. Éste empezó a interrogarlo, pero al no obtener respuesta le humilló y le regresó a Pilatos. A pesar de que el gobernador no le encontró ningún delito, le mandó a flagelar.
Los soldados le llevaron al Pretorio, donde le azotaron con un instrumento que se utilizaba en ese tiempo: mango de madera que lleva atadas varias tiras de cuero, las cuales, al terminar en cadenas de acero con una pequeñísima punta ganchuda, obtienen un doble resultado: al golpear la espalda con el cuero las cadenas avanzan, rodean el cuerpo y regresan desgarrando la piel.
Se dice que el flagelo duró tres minutos. Cada golpe produjo un desgarre que se profundizó hacia arterias, venas, músculo. Su espalda, ardiente por el castigo, mostró hemorragia e hilachas colgantes de piel y músculo.
Después fue coronado con ramas espinosas entrelazadas, forzadas a bajar desde la nuca hacia la frente con el martilleo de un junco con el cual también fue golpeado. Al Nazareno literalmente se le bañó en sangre, la que además entorpreció su visión.
Otra vez ante Pilatos, el gobernador trajo a la sala a Barrabás, y, acogiéndose a la costumbre de la Pascua, preguntó a la multitud si liberaba a Jesús o al famoso homicida. Los gritos favorecieron a éste. Aunque Pilatos insistió en que no había encontrado falta en el Nazareno, la gente prefirió a Barrabás. Entonces Pilatos se lavó las manos y ordenó la crucifixión para las once de la mañana.
Jesús, extenuado, fue obligado a cargar una cruz de madera que se calcula pesaba 130 libras, con ella a cuestas fue conducido hacia un montículo llamado Calvario. Durante una hora de recorrido cayó tres veces. Viéndole agotado, la soldadesca obligó la ayuda de Simón de Cirene. No sirvió de mucho, pues, al tratarse de una cuesta y Simón sostener la parte inferior de la cruz, los maderos superiores que reposaban sobre los hombros de Jesús presionaban aún más, incrementando su padecer.
Ya en el Calvario empezó la crucifixión. Los soldados le recostaron sobre el madero y con clavos grandes perforaron, no el centro de sus manos abiertas sino en cada muñeca, según criterio de los estudiosos. Luego sus pies, uno sobre el otro. Al levantar la cruz el cuerpo quedó colgado con los brazos en V.
La posición le provocó calambres terribles en brazos, antebrazos y hombros. Los espasmos retorcieron los dedos de sus manos y pies, e hicieron que la musculatura de brazos y piernas presentaran protuberancias impresionantes. Los músculos abdominales ondularon en forma grotesca; los pectorales se paralizaron temporalmente por la opresión del nervio medio, afección que le causó el dolor más fuerte que un ser humano puede soportar.
Semejante congestión impidió la salida del aire de sus pulmones, asfixiándole. Para poder respirar Jesús hizo un gran esfuerzo para empinarse y bajar un tanto la presión en su pecho. Esto agudizó la tensión de los nervios y empeoró la hemorragia. Luego le sobrevino un shock profundo seguido de una pericarditis (complicación cardíaca).
Su agonía horrorizó al Cielo. Prematuras tinieblas apenas dejaban vislumbrar la silueta de la cruz de Jesús flanqueda por las de los dos ladrones crucificados con Él. En la penumbra se confundían las sombras de quienes le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; de aquel que le acercó la esponja empapada en vinagre; de quienes echaron suerte para repartirse su ropa. Fue casi imposible leer la frase que sus verdugos escribieron en el pequeño madero colocado sobre la cruz “Este es Jesús, el Rey de los Judíos”.
Recién en aquellos instantes, en las conciencias de algunos empezaron a calar las palabras que el Maestro había pronunciado durante aquella jornada cruel: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen… Hoy estarás conmigo en el Paraíso… Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu madre… Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?… Tengo sed… Todo está cumplido…” De pronto, Jesús exclamó con sus últimas fuerzas y en voz fuerte “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Eran las tres de la tarde cuando expiró. El velo del Templo se rasgó por la mitad. La tierra tembló. Impresionados y conmovidos, el centurión y los que le rodeaban exclamaron “¡Verdaderamente Éste era el Hijo de Dios!”
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