Valparaíso: entre el amor y la destrucción
Valparaíso: entre el amor y la destrucción
No es nada nuevo afirmar que hay un encanto especial en la ciudad-puerto. Probablemente se ha escrito centenares de páginas sobre aquellas más célebres: Hamburgo, Nueva York, Marsella; sin olvidar por cierto las que se sitúan en América Latina: Buenos Aires, Callao, Guayaquil, La Habana, de las que me vienen a la memoria en este instante. En Chile, mi país de origen, hablar de puerto es hablar de Valparaíso, ciudad que trato de visitar cada vez que ando de viaje por este lado del mundo que alguna vez fue mi lugar de residencia. Hay algún encanto especial que me ata a esta ciudad y que seguramente se remonta a la primera vez que la visité, cuando era niño y mi padre me llevó para ir de vacaciones a su vecina—más glamorosa—Viña del Mar. Como se desprende de lo que aquí digo, yo mismo no soy un “porteño” como se denomina a los habitantes de Valparaíso, sino que nací y me crié en Santiago, la capital chilena.
Por cierto no soy el único que ha sido cautivado por el encanto de la principal ciudad-puerto de mi país de origen, Valparaíso ha sido declarada “patrimonio cultural de la humanidad” por UNESCO, un honor que sin embargo sus habitantes y autoridades han recibido con lo que podría considerarse sentimientos encontrados. En un momento me explayaré sobre qué quiero decir con esto.
Antes quiero tratar de explicar qué hace, a mi parecer, a Valparaíso una ciudad tan atrayente como que ha llamado la atención de viajeros y creadores artísticos de todas partes del mundo. Una tradicional canción de marineros francesa lo menciona junto a San Francisco como lugar de desembarco y aventura para los que cubrían largas travesías entre el Pacífico y Europa. Esa misma canción es usada como tema de fondo en el mayor homenaje cinematográfico hecho al puerto chileno; el documental “A Valparaíso”, realizado por el holandés Joris Ivens en 1962. La ciudad-puerto también figura prominentemente en la obra de Pablo Neruda, y en el poema que Nicanor Parra le escribió a su hermana Violeta, lo describe muy en su estilo paradojal, como “Valparaíso hundido para arriba…” Una alusión al emplazamiento de la ciudad: el puerto y su centro administrativo y comercial situado en una estrecha franja a orillas del mar (“el plan” como lo llaman los lugareños), pero a su alrededor y en el trasfondo más de una docena de cerros, cada cual con su respectivo nombre, muchos de ellos curiosos: Lecheros, Los Placeres, Mariposas, Panteón, en los cuales vive—muchas veces azarosamente—algo así como medio millón de personas.
La sui generis configuración de la ciudad—algunos la llamarán simplemente caótica—creó la necesidad de acceder a su cumbres donde se emplazan las viviendas de la gente, de ahí la existencia de uno de los elementos característicos de la ciudad, sus ascensores, que en realidad, técnicamente hablando son funiculares, vehículos que se desplazan de manera diagonal desde una plataforma situada en el plan y que escalan trabajosamente hasta la cumbre de los diversos cerros de la ciudad, de paso y dependiendo de la ubicación del cerro que escale, ofreciendo una muy interesante vista de la ciudad y la bahía. Construidos entre finales del siglo 19 y comienzos del 20, los ascensores son ahora monumentos históricos de Chile, aunque lamentablemente muchos de ellos se hallan en un precario estado.
El otro medio de transporte que de algún modo define a Valparaíso son sus trolebuses, algunos de ellos prontos a cumplir 50 años circulando por las calles de la ciudad, de hecho según Allan Morrison un estudioso de los medios de transporte eléctricos, se trata de los trolebuses más antiguos del mundo. En efecto, algunos de ellos fabricados hacia finales de la década del 40 por la firma norteamericana Pullman, fueron traídos a Chile en 1947 primero para una extensa red en la capital y luego a Valparaíso en 1952. Cuando se cerró la red santiaguina en los años 80 algunos de los vehículos de la capital fueron trasladados a Valparaíso. La red porteña se extendió en los 60 hasta Viña del Mar, sin embargo a fines de esa misma década se redujo su red cuando la empresa estatal que los operaba los reemplazó por unos buses de fabricación española que—ironías de la vida—a poco andar se fueron literalmente cayendo a pedazos. Los buses españoles se extinguieron hace décadas mientras los trolebuses aun circulan en gloria y majestad… Uno podrá criticar a Estados Unidos en muchas cosas pero por cierto nunca podrá su tecnología ser desafiada por la de los españoles, aunque admito que para hacer paellas y jamón serrano los peninsulares son insuperables. Pero deben limitarse a lo que saben hacer y no meterse a hacer vehículos de transporte público, ¡joder!
Valparaíso sigue allí, anclada en el tiempo, como una antigua dama que envejece con gracia, pero esa no es toda la historia. Como señalaba anteriormente, el hecho de ser patrimonio cultural de la humanidad parece haber sido recibido con sentimientos encontrados tanto por la población como por las autoridades de la ciudad-puerto. Hay sin duda un cierto sentimiento de orgullo en el título conferido por la organización internacional que tiene que ver con la cultura en el mundo, pero al mismo tiempo pareciera que la ciudad oscila entre el amor y la destrucción. En realidad alguien hizo un film que llamó precisamente “Valparaíso mi amor”. Al circular por la ciudad sin embargo uno también siente el hálito sofocante y pútrido de la destrucción. Uno puede recorrer los cerros y ver el llamado museo al aire libre, una colección de murales en uno de los cerros al cual se accede por un ascensor con el místico nombre de Espíritu Santo, al mismo tiempo uno puede recorrer sus principales calles y ver como monumentos y muros de edificios históricos están cubiertos de graffiti, esa plaga que destruye el ambiente urbano. Que conste que en algunos casos hay cierta creatividad en uno que otro, pero en su abrumadora mayoría, un 99 por ciento me atrevería a decir, el graffiti no es más que la expresión egocéntrica de ociosos que quieren dejar su nombre o iniciales (tag), cuando no simplemente marcan territorio por encargo de pandillas de traficantes de drogas.
Por cierto no se puede desconocer que en esto hay también el resultado de una pobreza en la población porteña que en muchos casos se manifiesta en la actividad criminal. Cada vez que voy a Valparaíso amistades aquí no se cansan de recalcarme que ande con mucho cuidado porque la delincuencia abunda y los asaltos a veces se suceden a plena luz del día, incluso en los alrededores del flamante edificio del Congreso Nacional que Pinochet hizo construir en una de las principales avenidas de la ciudad.
Esa pobreza, que afecta a mucha gente joven, probablemente se traduce en esa actitud destructiva que acompaña como sombra negativa al sentimiento de orgullo de vivir en la hermosa ciudad, es como si al menos algunos de sus habitantes quisieran borrar, destruir mediante el vandalismo esa misma belleza que hace famosa a su ciudad. Un sentimiento paradojal y contradictorio que entonces resulta en que aun cuando en algunos momentos las autoridades se han preocupado de dotar de ciertos servicios, albergues en las paradas de buses o iluminación de fantasía para algunos monumentos, no falta los desquiciados que los vandalizan. Es como si esos sujetos dijeran “ya que yo no puedo disfrutar de esta belleza, porque la pobreza me lo impide, no quiero que nadie más lo disfrute y por eso lo destruyo o lo hago feo”. Ese resentimiento casi patológico (una forma de conducta antisocial) es muy típica de ese elemento de la sociedad que la sociología identifica como “lumpen”. Es probable incluso que ese resentimiento sea aun mayor contra aquellos que son identificados como turistas, de ahí que estos sean blancos predilectos para robarles.
Curiosamente, como cualquier otro chileno que vive fuera, yo mismo, aunque no quiera, soy etiquetado como “turista”, en última instancia y técnicamente hablando lo soy también, de ahí que las recomendaciones de mis amistades no estén fuera de lugar.
De todos modos Valparaíso está allí, la “Joya del Pacífico” como dice la canción inmortalizada por Lucho Barrios, Valparaíso con sus ascensores y sus trolebuses, con sus rincones insólitos y sus restaurantes ofreciendo sus generosos platillos. Con un dejo de melancolía por lo que fue, y de contenida y desviada furia por lo que ahora no parece poder ser.