Escrito allá y acá
Escrito allá y acá
Santiago de Chile.- Fijo como sitio de origen de esta nota la capital chilena, porque allí la he concebido pero la termino de escribir aquí en Montreal, luego de desembarcar de un plácido vuelo directo de Air Canada a Toronto, de donde luego combiné hasta Montreal, la metrópolis de la ‘belle province’, mi hogar desde hace ya más de treinta años.
Decir que es un escrito de allá y acá tiene además algunas otras connotaciones, de cierta manera ello alude también a la ambivalencia con que quienes vinimos como inmigrantes o refugiados nos relacionamos con nuestros países de origen cuando los visitamos.
Sobre esto hay mucho que decir por cierto, en el caso de los chilenos por ejemplo, se trata de una ola inmigratoria que se inició a los meses del golpe de estado de septiembre de 1973 y siguió por todo el tiempo de la dictadura para luego, en años recientes, venir a entroncar con una también vasta gama de personas que venían desde allá como inmigrantes regulares.
El resultado final ha sido el de una comunidad con una medianamente larga y diversificada presencia en este país. Con ello también las actitudes de acomodamiento, adaptación e incluso en algunos casos, de asimilación a la nueva sociedad que nos tocó vivir.
Esta realidad se refleja como decía, en esa ambivalencia respecto de la sociedad que dejamos atrás y que de vez en cuando nos empeñamos en visitar. Básicamente uno puede encontrar tres diferentes modos de aproximación al país y a la sociedad de origen en la que alguna vez vivimos: el de los asimilados, el de los eternos nostálgicos, y el de quienes tratan de aceptar la idea de una doble identidad y reconocen lo bueno y malo en ambas sociedades con las que se identifican.
Veamos primero la categoría de los asimilados, aquellos que argumentan su propio largo tiempo de estadía aquí para poco menos que “pensar como gringos” (o como “quebecos” como se dice coloquialmente a los habitantes francófonos de esta provincia) y por tanto reflejar o intentar reflejar en sus actitudes hacia el país de origen un cierto sentimiento de superioridad. Estos son los que encuentran todo malo allá: la gente no llega a tiempo como en Canadá (lo cual por lo demás es cierto), la burocracia es mucho peor, más lenta y complicada que acá (lo cual también es cierto), la comida allá es mala y muy poco sana (¡un momento! Estuve de acuerdo con las dos primeras, pero nunca lo estaré con esta última, definitivamente se come muy bien en Chile y me atrevo a pensar que en gran parte de América Latina).
A veces es curioso observar las actitudes de los asimilados, en el fondo se sienten casi como culpables de haber nacido en el lejano país de origen, se sitúan en una ambivalencia porque por un lado, tienden a ser asiduos visitantes del país de origen, indicando por tanto que hay algo que los atrae a ir allá, lo que puede ser algo externo a la sociedad misma que se visita, la familia por ejemplo. Por otro lado, dan la impresión que desearían hacer desaparecer su vieja identidad (aunque en muchos sus apariencias físicas delatan de modo inexorable esa esencia que se quisiera borrar) para en cambio asumir por completo la otra, la del país de adopción (por cierto de mayor prestigio internacional). Algunos llegan a la ridícula situación de hacer como que se les olvidan ciertas palabras del idioma español, salpicando su conversación con expresiones inglesas o francesas, según si vienen del resto del país o de la provincia de Quebec. Según los lingüistas, es altamente improbable que uno olvide su idioma natal, aunque es cierto que a veces—involuntariamente—se produce lo que se llama una interferencia retroactiva: el idioma aprendido más tarde en la vida (por ejemplo, el inglés o el francés en nuestros casos) puede accidentalmente hacerse presente con determinadas expresiones mientras uno habla o escribe en su idioma natal. Me atrevería a decir sin embargo que en muchos casos no hay más que un cierto snobismo en querer mostrar, cuando alguien anda de paseo por su país de origen, el nuevo idioma que se ha adquirido, algo así como lucir el vestido nuevo o el coche último modelo a los antiguos amigos y vecinos. En los hechos, y nuevamente según los estudiosos del lenguaje, los únicos que podría sufrir una interferencia retroactiva mayor, más intrusiva y persistente, serían aquellos que para empezar, tenían un pobre vocabulario en su idioma natal. En otras palabras, talvez esos asimilados que quieren lucir su inglés o francés a los “nativos” de su propio país de origen, involuntariamente revelan una profunda ignorancia de la lengua propia.
Al otro extremo en este catálogo de actitudes están los que he considerado como “eternos nostálgicos” para quienes el país original de uno es simplemente insuperable, Canadá puede tener mucho progreso y desarrollo, pero nada iguala la sencillez, la apertura, la generosidad, la calidez humana, etc. etc. del país al cual se regresa como turista ocasional, pero a la vez como incondicional propagandista y apologista.
Por cierto esta es también una actitud descentrada, tan fuera de la realidad como la anterior que encuentra sólo falla y fracaso en una sociedad que puede ser más pobre por factores ajenos a la voluntad de su gente; lo mismo en este otro caso, el de esos apologistas que creen ver mérito incluso en lo que objetivamente no lo tiene como la pobreza por ejemplo.
Habría que recordarles lo que una vez dijo el gran Charlie Chaplin: “la pobreza es una ignominia”. Y caramba que el gran comediante tenía conocimiento directo sobre el tema: él mismo había vivido muy pobremente en un hogar dominado por el alcoholismo.
Digo esto porque, para algunos de estos nostálgicos y apologéticos, el espectáculo al que uno se expone cada vez que aborda un bus en Santiago es parte del folklore urbano del país, algo pintoresco. Me refiero a los cantantes que con guitarra y a veces algún otro instrumento le endilgan a uno desde temas de protesta a canciones melódicas (aunque a veces sin mucha melodía). Admito que en más de una ocasión les he dado dinero cuando hacen su recolección, pero hay que reconocer también que estos—principalmente jóvenes—son arrastrados a esta situación de cantar en los buses no por un súbito arranque de inspiración artística (para ser franco, la mayoría van de mediocres a malos como intérpretes musicales) sino como resultado de la pobreza en la que viven. Nada como para sentirse orgulloso como país.
Por último el modo de aproximación a esta dicotomía que representa el viajar a nuestro país de origen como lo que pudiéramos llamar “involuntarios turistas”, la que de quienes aceptamos y aun más, cultivamos, no sin cierto desgarro, nuestra realidad de doble identidad. Es que somos de allá y de acá. Esa es nuestra realidad. Aceptemos lo bueno y lo malo de ambas puntas de nuestro espectro identitario. En lo que a mí respecta, no cabe duda que lo primero que hago es deleitarme en las muchas variedades de la comida chilena, principalmente lo que pudiera llamarse su comida rápida: sus empanadas, humitas, sándwiches y por cierto sus tragos. Luego dejarme llevar por sus rincones, sus plazas y parques, sus avenidas, los lugares alguna vez recorridos y vueltos a ver hoy, diferentes, a veces para peor, debo decirlo.
¿La gente? Sobre esto reitero lo que siempre he dicho: la gente es igual en todas partes. Sólo el snobismo de los asimilados ve a nuestros compatriotas como haraganes, delincuentes o flojos; o la obstinada nostalgia de los nacionalistas apologéticos los ve como esforzados, ángeles o almas creativas. Allá y acá hay los buenos y los malos, o si se prefiere, aquellos con los cuales uno gustoso compartiría el pan y el vino, así como aquellos a quienes mejor sería perderlos que encontrarlos…