‘Indignados’ por la economía mundial, sí
‘Indignados’ por la economía mundial, sí
Cuando empezamos a escuchar, ver y leer en los medios las protestas provenientes de España, Estados Unidos, Inglaterra, Canadá y otros tantos países europeos, todos ellos industrializados y por ende desarrollados, contra el sistema financiero mundial, no podíamos creer de inmediato; pero en fracción de segundo caíamos en cuenta que allá también había pobreza y desempleo y recordamos los miles y millones de ciudadanos que en el resto del mundo no solo sienten inconformidad con la forma como los bancos vienen actuando en la economía particular de ellos y sus familias sino en la crisis del orden económico global que bien afectando a todas las naciones.
Y pensamos también en que más de medio mundo no usa los servicios de los bancos o solo los usa en un porcentaje bajísimo; en cambio, todos los seres humanos de todos los estratos sociales y en todos los tiempos han padecido y/o están padeciendo la explotación irracional de sus ecosistemas (bosques, humedales, recursos minerales e hidrocarburos, etc.) por cuenta de las multinacionales de aquellos mismos países; tienen diariamente ante sí la agresión de la contaminación industrial generada en un 90% en los países desarrollados; han padecido o están padeciendo los efectos perversos de la costosa y gravosa intermediación financiera en la producción y el comercio; han visto y padecido el incremento en forma exorbitante de los precios de los artículos de primera necesidad, fruto de la especulación; son y han sido víctimas de los sobre costos de los medicamentos básicos para la salud generados por el monopolio, el agio, la intermediación y la arbitraria política de sustraernos subrepticiamente “germoplasmas” para patentes internacionales ilegales, etc, etc.
Por ello, no sería entendible la “indignación” solo contra el sistema financiero, si este es apenas una parte –esencial sí, como los demás- del engranaje total del sistema económico global pero no el único que afecta la vida del universo humano. Ni debería circunscribirse exclusivamente a los países desarrollados sino –con más veras- a aquellos de menor crecimiento que son los más afectados.
El nuevo orden económico internacional que debería plantear el liderazgo de “los indignados”, no solo en los países desarrollados sino con más veras en los que están en vía de desarrollo, tiene que contener un cambio en los términos de relación comercial y monetaria entre Estados fuertes y débiles; debería significar también una nueva y negociada forma de distribución del trabajo internacional que modifique la práctica de que a los países con bajo desarrollo les corresponde el doble subalterno papel de proveedores de materias primas y consumidores de los productos elaborados por las naciones desarrolladas con estos mismos insumos; significa también la eliminación de algunos privilegios de producción industrializada tales como el monopolio de las tecnologías y del crédito subsidiado, a cambio de lo cual deberían descomprimirse las excesivas restricciones políticas y financieras impuestas por los países desarrollados a los créditos ordinarios y de “carbono” con destino a los no desarrollados; la eliminación por parte de las naciones desarrolladas de las coerciones arancelarias a los productos de los países en vía desarrollo así se mantengan las mínimas fitosanitarias; la amplia transferencia de ciencia y tecnología avanzadas de aquellos Estados a estos últimos, etc, etc.
Los Estados en desarrollo de América Latina no han logrado sustraerse a la influencia que sobre el manejo de sus economías han ejercido aquellas prácticas imperialistas, no habiendo sido suficientes los ajustes en sus políticas económicas y sociales, ni siquiera las radicales medidas estructurales emprendidas desde hace más de medio siglo por Cuba, ni mucho menos las más recientes copias socialistas de la República Bolivariana de Venezuela.
Es necesario que el nuevo orden económico propuesto transforme la relación económica internacional en un proceso justo sobre la base de la igualdad de derechos y de la cooperación basada en los principios de “beneficio mutuo real”, que no puede ser recíproca y efectiva sino parte de la base del reconocimiento previo de la desigualdad entre países desarrollados y no desarrollados que requieren de un tratamiento de excepción que compense este desnivel.
Porque, en la práctica, la tan cacareada teoría del “beneficio mutuo” o de “la dependencia mutua” como la llaman otros, que estuvo edificada por los países industrializados desde mediados del siglo XX sobre la base de convenios bilaterales entre naciones desarrolladas y en vía de desarrollo, que garantizarían aparentemente la inversión de capitales en ambos partes en igualdad de condiciones, fracasó. Tal engendro no pasó de ser una burda maniobra en la medida en que, en términos económicos absolutos, los países en desarrollo no poseían capital de exportación y su producción fundamental, cualitativamente considerada, era de materia prima, es decir, riqueza natural que por este disimulado procedimiento se ponía al servicio de esta modalidad de neocolonialismo, sin que nunca los países en vía de desarrollo pudiesen competir en el mercado con los productos finales de la gran industria de los países desarrollados.
Otra forma onerosa de operar el imperialismo económico en los países pequeños era –y sigue siendo aún- a través de compañías mixtas con aparente capital accionario nacional, para lo cual contaban con la antipatriótica colaboración de la pequeña burguesía reformista, progresista, como se autodenominaban (y aún se autodenominan) que se prestaba (y aún se presta) al juego de compartir con empresarios o ciudadanos extranjeros la soberanía sobre nuestros recursos naturales, a cambio de un exiguo beneficio de mezquinas utilidades y honorarios individuales, olvidando que la soberanía solo tiene sentido cuando se aplica con base en el desarrollo de la economía en interés de todo el pueblo y no de una parte privilegiada de él.
No creemos en la tímida política que pretende acreditar la fórmula de mantener la actual estructura legal de explotación de los recursos naturales por capital extranjero, con la única salida –indecorosa por cierto- de imponer un grado mínimo de participación nacional particular, no muchas veces de comprobada identidad, en las respectivas inversiones. Es evidente que en estos casos, la utilidad mayor es para las arcas del empresariado extranjero, un pequeño segmento para la pequeña plutocracia que detenta el capital nacional y la más mínima participación es para la gran masa que debería beneficiarse aún más de la gestión industrial con mayor y mejor empleo y más crecidos réditos.
Estas son las formas de penetración del neoliberalismo que aún perviven en el entorno de nuestros países y de la economía mundial, que hay que combatir y que, como lo admite Naciones Unidas, son sub-productos de su pecado original: la gula infinita e incontrolable, que pretende someter a todos los órdenes del ser a los dictados de una racionalidad globalizante y homogenizante, preparando las condiciones ideológicas para la sobrecapitalización de las minorías nacionales ricas y la reducción a la razón exclusivamente economicista, de las esperanzas de vida digna del resto de la población humana, de la naturaleza y del medio ambiente.
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