Un honor con mal olor
Un honor con mal olor
Montreal.- Cuando el juez se dirigió a los inculpados dando su veredicto en el caso del asesinato de las tres hijas y la ex esposa de Mohammad Shafia, no pudo ser más elocuente a la vez que preciso: “La aparente razón detrás de estos desvergonzados asesinatos a sangre fría fue que cuatro víctimas completamente inocentes ofendieron su retorcida noción del honor, una noción de honor basada en la dominación y el control sobre las mujeres, una enfermiza noción de honor que no tiene absolutamente lugar en una sociedad civilizada”.
El juez Robert Maranger de la Corte Superior de Ontario emitió tales expresiones una vez que el jurado declarara a Shafia, su esposa actual Tooba Mohammad Yahya y su hijo Hamed, culpables de los asesinatos ocurridos en Montreal el año pasado y originalmente simulados como si las muertes hubieran ocurrido a consecuencias de un accidente automovilístico. Los asesinos fueron condenados a cadena perpetua, sentencia que ha sido recibida por la opinión pública con un inusual despliegue de unánime acuerdo. En verdad es difícil siquiera tratar de articular alguna justificación para tan monstruoso crimen.
Tres de las víctimas eran las propias hijas del inculpado principal, Zainab de 19 años, Sahar de 17 y Geeti de 13, en tanto que la cuarta fue su ex esposa Rona Amir de 52 años. En el caso de las chicas, la causa por la que su propio padre orquestó su asesinato fue simplemente el deseo de ellas de vivir como jovencitas normales en una sociedad como la canadiense: poder estudiar, salir con amistades, bailar, vestirse como se viste la mayor parte de las muchas de su edad, incluso en el caso de las mayores, tener novios de su elección. Una aspiración simple y completamente inofensiva que sin embargo despertó las iras de su padre, un inmigrante afgano, adherente de la línea más fundamentalista y fanática del Islam para quien el simple deseo de vivir su vida como cualquiera otra chica de su edad le hacían caracterizarlas como “prostitutas” en última instancia una deshonra para la familia, tal como la entendía Mohammad Shafia en su retorcida visión de qué es el honor.
Por cierto el problema subyacente aquí es si corresponde aplicar algún criterio general, “supracultural” por así llamarlo, o si por el contrario, pudiera caber alguna relativización si no legal al menos moral de lo obrado por Shafia padre y sus cómplices. Después de todo cuando uno hace referencia al honor en verdad está hablando de conceptos importantes. Ya lo decía Aristóteles en su “Ética Nicomaquea”, para el hombre de espíritu elevado lo que más vale es el honor, a un héroe independentista chileno se le atribuye la frase “o vivir con honor o morir con gloria” y la idea de honor parece como uno de los más altos valores humanos en todas las culturas. Claro está, el problema es definirlo. Si uno recurre al diccionario encontrará que se refiere a “una alta estima”, a “ser respetado”, incluso en algunos casos se lo vincula al orgullo. En buenas cuentas, se trata de un concepto que sólo tiene vigencia en un contexto social y bien se lo podría reducir a una categoría de la psicología social: ser percibido como respetable o tener una buena reputación.
Considerando además que para muchos el honor sería un valor intrínseco, es decir algo que es bueno o deseable por su naturaleza misma, ello acrecentaría su importancia y de ahí que algunos podrían estar dispuesto a cualquier cosa con tal de defender su honor. En las propias sociedades occidentales por ejemplo, si alguien se sentía herido en su honor podía llegar al extremo de desafiar a duelo al ofensor. Tan importante era esa idea de honor que más de alguien podía estar dispuesto a dar la vida por ella.
A todo esto, si combinamos una noción metafísica como el honor, con los arranques dogmáticos de la religión, entonces sí que vamos a tener una mezcla explosiva, que es precisamente lo que sucedió en el caso Shafia. Para ser franco, debo insistir en que prácticamente todas las religiones tienen una visión negativa de las mujeres, aparentemente porque el nacimiento y desarrollo de esas religiones coincide con una etapa en la evolución de las sociedades humanas en que se afianza la dominación masculina (el patriarcado como lo llaman los antropólogos) al revés de lo que había sucedido en las sociedades más primitivas en que incluso, según algunos estudiosos, habría existido un matriarcado y en el que por consiguiente eran diosas las que regían las leyes del universo y de la sociedad.
Es indudable que en el caso de Shafia, este patriarca asesino, hay una “visión retorcida” del concepto de honor como señalara muy bien el juez Maranger, sin embargo es importante abundar sobre en qué consiste esta torcida visión del honor, esto es en tratar a las mujeres como objetos a los que se les domina y controla. Una visión torcida que, insisto, es común en las otras religiones. Claro está, en estos días es el Islam el que está más sujeto al escrutinio público y sucede que además el Islam comete el pecado—por así decirlo—de destilar su visión discriminatoria hacia la mujer de manera explícita en su propio libro sagrado, el Korán, donde efectivamente uno puede encontrar pasajes en los que se dice que “la mujer debe obedecer al hombre” y otros en que se autoriza a que el hombre pueda aplicar incluso castigos físicos a la mujer. Pero para ser justos, tanto el cristianismo como el judaísmo, e incluso la mayor parte de las religiones politeístas que las precedieron, tienden a mostrar a la mujer como objeto de control y dominio del hombre.
Por cierto Shafia llevó su interpretación de lo que es honor a un grado más exagerado al quitar la vida de las mujeres que según él estaban afectando su honor. Ahora deberá pagar por su crimen, ojalá cumpliendo la pena en su totalidad, monstruos como él no deben andar circulando por las calles.
El caso también tiene otro ángulo que había tocado en una anterior columna, el de la diversidad multicultural. Aquí sin embargo, especialmente con las elocuentes expresiones del juez Maranger el asunto queda—creo yo—definitivamente saldado: no se puede esgrimir el argumento de la diversidad cultural para “tratar de entender” que alguien supuestamente pudiera sentirse profundamente ofendido en sus creencias o en su manera de comprender la vida y por lo tanto se hubiera visto forzado a actuar de un modo brutal llevado por circunstancias ajenas a su voluntad. No y definitivamente no. Una tal argumentación es falaz y peor aun, es una distorsión grosera de lo que diversidad cultural realmente es. La diversidad cultural, incluyendo aquí la religiosa, se refiere a la posibilidad de coexistencia de variadas maneras de comprender la realidad y de interactuar con ella, pero cuando de ese plano meramente teórico se pasa al práctico de la interacción entre seres humanos, incluyendo por cierto a aquellos que hacen parte de la propia familia y que no por ello son propiedad de quienquiera haga de cabeza de ella, la diversidad cultural tiene necesariamente que supeditarse a la supremacía de conceptos de valor mayor y universal, como son los derechos humanos.
La argumentación de “crimen de honor” ciertamente ha puesto a mal traer a la noción de honor misma, la que para restaurarse tendrá que dejar pasar algún tiempo, cuando se olvide el caso Shafia, porque en definitiva lo que él y sus secuaces hicieron no fue defender el honor sino solamente afirmar de modo fanático e irracional un concepto primitivo e incivilizado de lo que es una familia y de la relación que debe existir entre padres e hijos y entre esposos. Vergüenza para una noción de honor con muy mal olor. El olor de la muerte en buenas cuentas.