Sobre la maldad
Sobre la maldad
Viendo hace unos días el excelente film “We Need to Talk About Kevin” (“Necesitamos hablar de Kevin”) de la directora escocesa Lynne Ramsey, vino a mi mente inmediatamente el viejo debate sobre si puede haber una maldad intrínseca, innata en algunos individuos, o si esta resulta de un proceso de adquisición, un aprendizaje como dirán algunos psicólogos.
El tema tiene connotaciones tanto filosóficas—la naturaleza misma de la maldad—como psicológicas—los pensamientos o comportamientos malvados—así como metafísicas y religiosas: ¿de dónde proviene la maldad?
En el film, a su vez basado en una novela del mismo nombre, se presenta a Eva (magistralmente encarnado por Tilda Swinton) que tiene una conflictiva relación con su hijo Kevin (Ezra Miller), quien desde sus primeros momentos, incluso como bebé, muestra una actitud negativa hacia su madre.
La tensión en el conflicto de hijo y madre se va intensificando en la medida que pasa el tiempo y Kevin llega a la adolescencia, con sólo contados momentos de cercanía o complicidad. Por su parte Franklin (John C. Reilly), el padre, si bien llega a mantener una mayor comunicación con su hijo, por otro lado aparece siempre como un personaje no del todo enterado de lo que verdaderamente ocurre en el hogar. Situación común en muchos hogares modernos donde el padre está más preocupado de su vida profesional que de los sucesos familiares. ¿La indiferencia como campo propicio para el desarrollo de la maldad?
El film, con una narrativa no convencional, sólo hacia al final revela la desgarradora tragedia que encierra la personalidad del muchacho y su distancia afectiva de la madre. No se trata aquí de una maldad de carácter diabólico como en algunos filmes de terror en los que la fuente de esa maldad es la posesión demoníaca de un niño o cosa por ese estilo. En este caso se trata de una familia de clase media acomodada, al menos hasta el momento en que se desenlaza la tragedia, viviendo dentro de parámetros normales, como por lo demás ha sido el caso de muchos donde han anidado conflictos o situaciones que desembocan en terribles tragedias.
El film sin duda que vale la pena verlo porque es todo un interesante ensayo sobre el tema de la maldad, como la esbozaba al comienzo de esta nota: en su naturaleza misma.
Por siglos la maldad se vio bajo un prisma más bien teológico, el cristianismo la caracterizó a veces simplemente como una manifestación de posesión diabólica: los malos simplemente estaban actuando bajo la influencia del demonio. Al adoptar esta concepción el cristianismo no hizo sino seguir un modelo de pensamiento pagano, principalmente helénico. Incluso el término “demonio” viene de la mitología griega donde no tenía necesariamente el significado de algo malévolo, sino simplemente de una suerte de espíritu o conciencia que influía los comportamientos humanos o era un intermediario entre estos y los dioses. Recuérdese que para los griegos, la conducta y pensamientos humanos no eran autónomos sino que resultaban de la influencia de los dioses y otros espíritus. Hasta Platón, en sus escritos de psicología, consideraba que el centro de la actividad mental era el cerebro—algo sobre lo cual estaba en lo cierto—aunque sus razones no eran las correctas, para él, estando el cerebro situado en la parte más alta del cuerpo, se hallaba en inmejorable posición para recibir los mensajes de los dioses, residentes en el cielo.
Al vincular la maldad con las acciones o influencias del demonio (ahora con el significado de ser maligno, sinónimo de Satanás) el cristianismo simplemente reformuló las viejas concepciones helenísticas sobre la maldad. Nótese que sin embargo la consecuencia lógica de este razonamiento—los “malos” obviamente no serían responsables de sus actos ya que habrían actuado por influencia extraña, demoníaca—no se siguió. Por el contrario, los pobres individuos que durante siglos eran acusados de cometer actos de maldad, desde algún hurto de menor cuantía, pasando por crímenes mayores como asesinatos, a los actos posiblemente considerados como los más graves, la blasfemia y otras ofensas a la Iglesia y la religión, eran severa y salvajemente castigados, muchas veces con terribles torturas cuando no con condenas a una dolorosa muerte.
El advenimiento del protestantismo introdujo ciertos matices sobre el tema de la maldad, pero no alivianó necesariamente las penas a los infractores. Teológicamente, para el protestantismo la maldad se tendió a explicar más como producto de una privación de la “gracia de Dios” aunque el proceder activo de una agente como el demonio no se dejó completamente de lado, e incluso en algunas denominaciones se lo enfatizó.
En la concepción religiosa de la maldad en suma, parecía prevalecer la idea que ciertos individuos simplemente eran “malos”, que ellos eran así y que nada se podía hacer, al menos dentro de la esfera de acción humana, para remediar esa situación. El castigo, severo además, era la única solución posible. En Inglaterra y otros países europeos era corriente que hasta el siglo 18 delitos como simples hurtos fueron castigados con la pena capital. Había que erradicar la maldad.
Con la Ilustración y luego con el desarrollo científico de los siglos 19 y 20, se empezó a abrir paso una visión diferente: la maldad no como algo innato. No sería que alguien naciera siendo “malo”, la maldad sería algo adquirido, aprendido, condicionado, dirán en el siglo 20 los psicólogos partidarios de la corriente conductista.
¿Es realmente así? A casi cien años de los primeros enunciados del conductismo (el libro “Behaviorism” fue escrito por John Watson en 1913) las cosas no parecen tan claras. Por cierto, sin necesariamente adherir al conductismo que como teoría psicológica hoy está muy cuestionada por sus connotaciones autoritarias y manipuladoras, muchos sectores progresistas en materia social coincidieron con esa visión de la maldad porque a su vez las nuevas ciencias sociales podían dar una explicación más demostrable de ellas: obviamente el crimen florece y se desarrolla en ambientes de pobreza por ejemplo. Jóvenes sin oportunidades de trabajo o estudio es muy probable que recurran a conductas delictivas ya sea para obtener recursos o incluso en algunos caso, como una respuesta causada por la frustración que la sociedad les produce.
Sin embargo—y aquí entra la duda—no toda la vasta gama de actitudes malévolas puede atribuirse sólo a causas sociales. Es el caso de la historia en la película que comentaba, y por cierto, muchos otros casos de criminalidad o de trasgresión en esta o cualquier otra sociedad. Por lo demás llevar el argumento del condicionamiento social de la maldad a sus últimas consecuencias sería peligroso y últimamente falaz: nadie sería responsable. Hitler, Pinochet, los torturadores de las dictaduras militares habrían sido productos de sus entornos sociales. Algo inaceptable para cualquier criterio de justicia.
Naturalmente no creo en causas metafísicas de la maldad como el accionar de los demonios o la privación de la gracia divina, más bien puede haber factores genéticos que predispondrían a ciertos individuos a la maldad. Como señalo anteriormente, los filósofos y los cientistas sociales aun tendrán que ahondar mucho más en el porqué de la maldad. Sin olvidar que la propia exploración del tema tiene sus riesgos, como en su texto “Dora: Análisis de un caso de histeria” señala Sigmund Freud: “Ninguno que como yo, conjura la mayor maldad de los semi-domados demonios que habitan en el inconsciente humano, y busca luchar con ellos, puede esperar salir de esa pelea completamente ileso”.


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