Historias prostibularias
Historias prostibularias
Montreal.– Sin duda mucha gente (especialmente hombres solteros) cuando llegan a este país se ven sorprendidos por el hecho que en Canadá no hay prostíbulos, más bien dicho, no los hay legalmente. El Código Criminal de manera explícita prohíbe la existencia de “casas de prostitución”. Bueno, aparentemente todo eso puede empezar a cambiar luego que un tribunal en Ontario dictaminara que tal disposición es inconstitucional.
Como decía al comienzo y especialmente para quienes venimos de América Latina, donde los prostíbulos—generalmente legales—hacen parte de la vida cotidiana de esos países, esta estricta prohibición en Canadá no deja de sorprender: ¿Un exceso de puritanismo heredado principalmente por la influencia de las iglesias, tanto la católica como la mayor parte de las protestantes? ¿Una cierta dosis de hipocresía ya que por otro lado las autoridades hacen la “vista gorda” ante el tráfico sexual que se ve en algunas calles de las principales ciudades (aquí en Montreal tradicionalmente el sector de Saint Laurent y Sainte Catherine, pero que ahora por la instalación allí del barrio de los espectáculos, las “patines” o “hookers”, como se las llama en inglés, se han visto desplazadas)? ¿Otra práctica hipócrita aun más evidente en los avisos de las agencias de escolta, una forma de prostitución encubierta? ¿Una manera deliberada de parte de las autoridades políticas, de mantener ese oficio en la clandestinidad entregándolo de hecho al crimen organizado? ¿Un poco de todo lo anterior?
Es curioso ver esto en comparación con América Latina donde, como la literatura, atestigua, el burdel es no sólo un lugar donde ir a buscar sexo a cambio de un pago, sino además un verdadero centro social donde convergen hombres de negocios, políticos, militares y artistas. Gabriel García Márquez lo retrata muy bien en casi todas sus novelas, y hace del oficio prostibulario el tema central y patético en su “Memoria de mis putas tristes” de 2004 donde retrata a un viejo de noventa años que quiere regalarse una noche de amor con una “muchacha de la vida” que además sea virgen. Mario Vargas Llosa tiene su primer gran éxito editorial con “La casa verde”, una casa de prostitución, y en “Pantaleón y las visitadoras” hace del oficio sexual una misión de Estado. Isabel Allende logra que el senador Trueba consiga la libertad de su yerno, que había sido detenido por los militares después del golpe de estado en Chile, gracias de los buenos oficios de la dueña de un prostíbulo de alta categoría, al que acuden altos oficiales militares, en su novela “La casa de los espíritus”.
En medio de la represión sexual y de la entonces vieja idea de las chicas que querían “’llegar virgen al matrimonio” hasta los años 60, al menos para la gente de mi generación en Chile, la visita al prostíbulo, generalmente en grupo y acompañados de alguno con más experiencia en estas cosas, era una suerte de rito de juventud. Y no sin sus ribetes tragicómicos, como ahora uno lo puede ver con la distancia del tiempo (la prostituta del caso habituada a estas cosas diría algo así como: “¿Es la primera vez m’hijito?” “No” uno diría con un falso aplomo. “Ah, ya…bueno, relájese no más…” por supuesto sin creerle mucho a su novel cliente. “Bueno ya, pues, sáquese los pantalones…” Y así seguiría esa Introducción al Sexo 101 a manos de alguna dedicada “trabajadora sexual” como les gusta decir a alguna gente cursi).
Bueno, basta de reminiscencias de noches prostibularias, de iniciación o después de hábito, que en América Latina no son inusuales. Como digo, en esos tiempos uno muchas veces tenía problemas en convencer a su novia que hacer el amor fuera aceptable. Ahora eso también ha cambiado por allá ciertamente.
Volviendo a lo que dictaminó el tribunal en Ontario, me sumo a quienes apoyan el veredicto entendiendo que sería mejor que ese oficio sexual se efectuara en establecimientos debidamente autorizados y no en la calle como ocurre en la actualidad, algo que expone a las prostitutas a ser víctimas de la violencia. Dicho esto, al mismo tiempo dejo en claro que si bien apoyo a quienes consideran que este oficio—ya que evidentemente existe, gústenos o no—se ejerza en un clima de relativa seguridad tanto para las prostitutas como para sus clientes, por otro lado no comparto en absoluto esa actitud que intenta darle un cierto “glamour” a la actividad prostibularia. Lo cierto es que no hay nada en ella que puede reivindicarse: se trata de un oficio degradante para cualquiera que lo ejerza, el que por lo demás los que la ejercen rara vez han elegido libremente, en su inmensa mayoría quienes lo hacen han sido arrojadas a él forzadas por sus amantes (los cafiches o chulos), a veces miembros de su propia familia, o en otros casos por desesperación económica o por haber caído en las redes del crimen organizado. No hay nada de glamour pues en este amargo oficio (recuérdese “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada” de García Márquez).
También una vez más debo apuntar a esa frase cliché que se refiere a la prostitución como “la profesión más antigua del mundo”, algo totalmente falso, ya que numerosos oficios como la alfarería, la caza e incluso los de sacerdote o brujo, existían en tiempos prehistóricos mucho antes que la prostitución. Para que este oficio de intercambio de favores sexuales por dinero se instalara y desarrollara, debía haber en pie un sistema de intercambio comercial, es decir el desarrollo de una sociedad mercantil, lo que viene a ocurrir mucho más tarde, en las civilizaciones de la Antigüedad (Mesopotamia aparece como el primer centro de actividad prostibularia, curiosamente administrada por el templo). Además en tiempos prehistóricos no había necesidad de “comprar” favores sexuales, porque la falta de reglas sociales incidía en que—en el mejor de los casos—hubiera sexo sin restricciones ni ataduras y cualquiera pudiera tener relaciones con quien quisiera si es que la otra persona estaba de acuerdo, o—en el peor de los casos—quien quisiera una mujer simplemente la tomara por la fuerza.
En todo caso, la prostitución está allí, es una realidad e incluso sociedades que en su momento hicieron un esfuerzo por erradicarla la ven resurgir como un subproducto no deseado de ciertas políticas económicas, el caso de Cuba me viene a la memoria porque cuando tuvo que hacer del turismo una de sus principales fuentes de ingresos, al mismo tiempo y de modo indirecto dejó espacio para que regresara la lacra de la prostitución, que uno ve en muchachas (“jineteras” las llaman) pululando en torno a los turistas. Algunos incluso van allí con el solo propósito de buscar prostitutas.
En todo caso es interesante que el dictamen que aludía al comienzo de la nota pueda culminar con la legalización de los prostíbulos. Algunos han advertido que ello podría llevar a que esos establecimientos sean controlados por el crimen organizado, lo que puede ocurrir, pero creo que si se toman medidas legislativas adecuadas eso se puede evitar. Por de pronto en la idea que sean las propias prostitutas quienes administren los negocios, sin intervención de terceros. El que puedan trabajar en un local cerrado les da mucha más seguridad que hacerlo en otro sitio. Además habría algunos otros beneficios extras de la legalización de los burdeles: uno, que las que allí trabajen, al estar registradas puedan tener chequeos médicos periódicos para evitar que contagien enfermedades venéreas; y dos, que como cualquier establecimiento comercial operando legalmente los burdeles paguen impuestos, beneficiando así a los municipios, las provincias y el gobierno federal. Por cierto, a su vez la gente que trabaje en el oficio prostibulario también podría tener acceso a beneficios sociales como seguro de desempleo, compensación en caso de enfermedad y pensión de vejez.
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