Las buenas intenciones
Las buenas intenciones
Montreal.– Probablemente por allí ustedes se han topado con este viejo chiste: En una reunión de boy scouts el instructor le pregunta a cada miembro del grupo, qué buena acción han hecho recientemente. Uno de los chicos responde rápidamente, “Yo ayudé a una señora viejita a cruzar la calle”. El instructor le responde: “Bien, pero yo esperaría buenas acciones de mayor envergadura, ayudar a cruzar la calle a una anciana es algo que cualquiera puede hacer, no se necesita ser boy scout para eso”. El niño no se queda tan conforme con que le minimicen la importancia de su buena acción: “Ah instructor, es que esta no fue una buena acción pequeñita. Resulta que la señora no quería cruzar la calle ¡hubiera visto usted la resistencia que puso…!”
Esto sirva para ilustrar el a veces complejo tema de las buenas intenciones, las que no siempre se concretan en resultados positivos. “Por sus frutos los conoceréis” es una frase que Mateo (15-20) le atribuye a Jesús en su Evangelio, sugiriendo con ella que lo importante—más que las intenciones—son los actos concretos que uno pueda acometer.
La psicología conductista—cuestionada como lo ha estado en tiempos recientes—sin embargo apunta también a los comportamientos como medida real y objetiva, dejando de lado ese elemento básicamente subjetivo que llamamos las intenciones, el que éstas sean buenas o malas es irrelevante para esa escuela de pensamiento psicológico ya que eso sería materia de la filosofía, más específicamente de su rama ética, y no de la ciencia (que los conductistas intentaban hacer de la psicología).
La ética a su vez nos dice montones a propósito de las intenciones, buenas o malas. Por de pronto, para un filósofo como Emmanuel Kant, la intencionalidad de actuar de acuerdo al deber, esto es persiguiendo hacer el bien, porque el bien es lo único que es bueno por si mismo, es esencial para definir si un acto es moral o no. Kant distingue a su vez entre deberes perfectos e imperfectos, los primeros son aquellos que siempre, en todas circunstancias deben estar en la intencionalidad del acto, por ejemplo—para Kant—decir la verdad. Eso es algo que uno debe intentar hacer todo el tiempo y en toda circunstancia, no excepciones. Los deberes imperfectos en cambio deben hacerse en la “medida de lo posible”, ayudar a los demás por ejemplo, es algo bueno, pero se entiende que por limitaciones prácticas no se puede ayudar a todos, en todas las circunstancias.
Por otro lado, para aquellos pensadores que miden el valor ético de una acción por sus consecuencias, la intencionalidad no sería de mayor importancia. John Stuart Mills estaría en esta segunda categoría de pensadores y con él una serie de otros que medirían la moralidad de un acto no por la intención de quien lo hace, sino por las consecuencias que acarrea. Ambas cosas siendo independientes la una de la otra. El sujeto que accidentalmente atropella a alguien con su automóvil no tenía la intención de causar daño, pero la consecuencia de su acción igual lo puede hacer merecedor de un castigo.
Aunque en lo personal me gusta el sistema ético propuesto por Kant por su lógica impecable, de alguna manera cada pieza del puzzle de los problemas morales parece caer tan exactamente en su sitio, por otro lado no dejo de reconocer que la intencionalidad de cumplir con el deber por si misma puede también tener sus falencias. La más típica objeción a Kant se la hicieron en el siglo 20 con un muy simple ejemplo: un individuo huyendo de la Gestapo, en plena época nazi, encuentra escondite en una casa, algo de lo cual el dueño de la casa está en conocimiento. Al poco rato los policías golpean a la puerta y preguntan al dueño de casa si ha visto a un fugitivo que ha huido. El precepto kantiano de decir la verdad en toda circunstancia por cierto significaría entregar al fugitivo a sus perseguidores, pero decir la verdad es a su vez un deber perfecto, obligatorio. En este caso la visión consecuencialista parece más adecuada, ya que lo que contaría sería el efecto de la acción de decir la verdad, ciertamente una consecuencia muy negativa para el fugitivo.
Sin ir a ejemplos tan extremos, nuestra vida cotidiana está llena de situaciones en que las aparentes buenas intenciones pueden terminar teniendo consecuencias funestas o al menos desagradables.
¿Es bueno proteger y mantener los trabajos en una determinada región? Sin duda todo el mundo dirá que sí, especialmente los directamente beneficiados por tener esos empleos así como sus familias. Los gobiernos, los sindicatos, las organizaciones así como los negocios locales que indirectamente se benefician también, apoyarán la defensa de esos trabajos. Hay una evidente buena intención en mantener esa actividad productiva en pie. ¿Y si esa actividad laboral causa daño al medio ambiente? Los ejemplos abundan: la caza de focas-bebés en Terranova todos estos años ha causado un grave daño a la imagen de Canadá y ha provocado que finalmente la Unión Europea declarara la prohibición de importar cualquier producto producido con la piel de los animalitos. La producción de asbestos en Quebec, un compuesto altamente dañino si queda suspendido en la atmósfera y es respirado. En la actualidad su extracción en esta provincia es altamente regulada y los que ahí laboran lo hacen en condiciones que aseguran su salud (algo que no siempre fue así), el asbesto ya no se usa en Canadá, pero aun se lo exporta a otros países, especialmente al Tercer Mundo, donde—según algunos afirman—su manipulación no se hace con las necesarias medidas de protección, por lo tanto afectando potencialmente la salud de esa gente. Algo muy similar con la extracción de petróleo a partir de las arenas bituminosas en Alberta, un procedimiento costoso y complicado que—según se ha denunciado—ha causado grave daño a la fauna de esa provincia. Pero obviamente con el alto precio del combustible en estos días, extraer petróleo de esa manera es ampliamente beneficioso para los que trabajan allí (se trata de un trabajo bien pagado), para la provincia (en estos momentos la más rica del país) y en el fondo—porque no hay que ser hipócritas en esto—beneficiando indirectamente a todos nosotros porque los impuestos que obtiene el gobierno federal sirven para pagar servicios en todo el país.
La intención no puede ser más buena (no hablo aquí de las compañías envueltas en la producción de asbestos o petróleo que sólo están movidas por su afán de ganancias) pero los resultados concretos a lo mejor no lo son tanto, o al menos deben ser relativizados.
A veces este contraste entre las buenas intenciones y sus consecuencias ocurren a un nivel más cotidiano, aunque no necesariamente menos importante. La “political correctness” ha llevado a que por no querer ofender a ciertos grupos se ha terminado cayendo en lo ridículo en el manejo del lenguaje. En una nota anterior aludía al hecho que a las prostitutas algunos las llamen “trabajadoras sexuales”. En el pasado a los negros se les llamaba “gente de color” (menos mal que ellos mismos reivindicaron, y con orgullo, su propio color: no hay nada malo en ser negro, y a mucha honra, dicen ahora, por lo demás eran los blancos los que usaban el eufemismo). A veces las buenas intenciones sólo esconden la estupidez de algunos en posición de autoridad: aquí en el metro de Montreal algún burócrata tuvo la “genial” idea de remover los receptáculos para la basura de los andenes de las estaciones centralizándolos en un solo sitio, seguramente para economizar en el aseo. El resultado es que ahora la gente tira papeles y otras basuras en cualquier parte. ¿Qué va a hacer uno si no tiene donde arrojar un pañuelo de papel recién usado o el resto de un envoltorio de comida?
Como algunos han dicho “el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”. Lo cierto es que al final nadie puede ver las intenciones, sólo sus efectos.
Comentarios: smartinez175@hotmail.com
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