Vigésimo tercer aniversario de la Masacre de Tiananmén
Vigésimo tercer aniversario de la Masacre de Tiananmén

El mundo sigue girando. Y Tiananmén continúa siendo una matanza no reconocida. Aunque ya queda menos.

HONG KONG (CHINA).- Miles de personas se concentran en una vigilia con motivo del 23º aniversario de la masacre de Tiananmen, en la plaza de Tiananmen, en Hong Kong, China, este, lunes, 4 de junio. China vive el 23 aniversario de la masacre de Tiananmen, en medio del silencio oficial reinante durante décadas y la esperanza de organizaciones de derechos humanos de que los próximos líderes del país acometan reformas políticas.
Aquella trágica noche pasó a la historia delictiva del Partido Comunista Chino como el día en que tocaron ambos extremos: primero, por la inmensidad de la matanza, donde algunas fuentes cifran en más de tres mil los estudiantes asesinados; y además, porque desde aquella fecha, el cuatro de junio de 1989, nunca más la sociedad china ha sido capaz de levantarse, siquiera manifestarse, contra el gobierno autoritario que aún les domina. Por lo que de la ecuación nos sale un dato arrollador: sigue siendo la violencia extrema el mayor causante de éxitos entre los gobiernos, ya sean dictatoriales o democráticos.
Saltándome la clásica crónica que vomita datos y fechas, me he centrado en una rama del árbol que considero novedosa: la nula información de los hechos que conocen las nuevas generaciones de chinos, esencialmente los nacidos a partir de 1980, que sin posibilidad alguna de bucear en internet –los censores campan a sus anchas- y sin capacidad emocional de preguntar al padre –Confucio obligó a respetar al progenitor hasta límites insospechados- siguen pisando la plaza de Tiananmén sin saber qué se gestó en aquellos días milagrosos.
Isabel Yuan –todos los nombres que utilizaré en este reportaje son ficticios por meridianos motivos de seguridad- es una ciudadana de Shanghái de 29 años. De porte enjuto y altura reseñable, esta asalariada por cuenta ajena que recibió estudios en Escocia –“mi padre era funcionario con buen cargo y decidió enviarnos a mí y a mi hermana a Gran Bretaña para poder recibir una mejor formación”- comienza dubitativa la conversación: “Te he dicho que estos temas a mí no me interesan, no quiero líos”. Cuando la convenzo de que nunca revelaré su nombre ni le haré fotos entramos en un tramo mucho más benévolo, informativo: “La verdad es que en Escocia muchos universitarios me preguntaban por lo mismo. Yo para quitármelos de encima les decía que estaba de acuerdo con ellos. Pero la verdad, nunca supe realmente de qué se trataba. Sé que el gobierno de Deng Xiaoping mató a bastantes estudiantes en Pekín. Sé que en China poca gente sabe lo que de verdad ocurrió. Pero entiéndeme: mis padres son afiliados al PCCh y en mi casa nunca se ha hablado de ese tema. De hecho nunca nadie en China me ha comentado nada al respecto. Ni amigas ni cercanos”.
“¿Viste las imágenes?”, pregunté antes de accionar la tecla correspondiente de mi portátil; “No. Y he accedido a verlas siempre que pares el video cuando yo te lo diga. No quiero sufrir”. El video que elegí es uno de la BBC, crónica de esa debacle, que se emitió en horario de máxima audiencia por todo el mundo el día de autos. Isabel Yuan no abría la boca, sus ojos estaban tan abiertos que pocos hubieran creído estar junto a una auténtica china de etnia ‘han’. En el momento que una mujer es ingresada a pie –no había ambulancias, los desgraciados que no murieron al instante tuvieron que ser llevados a hombros por sus compatriotas a infectos hospitales sin camas ni médicos suficientes- con un tiro en la cabeza, Isabel miró para otro lado. “¡Llevaba un disparo en la cabeza!”, me dijo con cierto nerviosismo, con un grito contenido, como si estuviera viendo una película y no deseara la muerte del bueno. “Sí. Seguramente falleció. Mira como se hacinaban los malheridos en los pasillos”, le dije señalando la imagen que narraba, en donde la suciedad de las paredes daban respaldo a no pocas decenas de pobres pre muertos.
El hecho de que la crónica televisada fuera de la BBC ayudó a que Isabel Yuan entendiera con creces la narración de aquella noche dramática. Las pancartas de los estudiantes juntos con sus gritos y ruegos en mandarín terminaron por dejar muda a mi entrevistada, que en el instante en que terminó la noticia sólo dijo un rotundo: “Vámonos”. La acompañé a un taxi –el video lo vimos en un bar de vinos con mi VPN que se salta el gran cortafuego de la censura china vía ‘West Coast’- y antes de marcharme sólo accedió a admitir: “Cuando China se abra más preguntaré a mis padres sobre esto. Ahora aún no es momento. Y prometo contarte sus opiniones”.
Alice Lei, de sólo 22 años y camarera de profesión, no tenía ni idea de lo que sucedió aquella madrugada entre el 3 y el cuatro de junio de 1989. Ella, de la poco productiva provincia de Anhui, y nacida sólo dos semanas después de la masacre, siempre vivió fuera de toda información con su consiguiente censura. De padres campesinos, aterrizó hace veinte meses en la indomable Shanghái con la idea de labrarse un futuro que aún lo aprecia muy lejano. Camarera de pisos, haciendo camas y limpiando inodoros en hoteles de segunda; ayudante de cocina, cuando un pizzero napolitano apreció en ella virtudes para la cocina mediterránea –realmente se enamoró de ella-, y desde hace tres meses camarera en un pub irlandés, donde tiene calculados los tiempos para servir una buena pinta de Guinness: “Son siete segundos. Luego debes dejar un minuto a que repose y rellenar con cerveza la espuma que desaparece”.
Alice progresa adecuadamente en las difíciles artes de ser emigrante de provincias en la clasista Shanghái. Ya gana 2.500 yuanes mensuales –unos 300 euros- así como ha dejado a sus compañeras de techo del extrarradio para iniciar la suculenta vida que una soltera siempre debe dominar: vivir sola. Por lo que pueda caer. Aunque sea en un zulo sin ventana y con el baño compartido.
Son las tres de la tarde de un martes lluvioso. Aún no ha comenzado el dos por uno que acumula a expatriados anglosajones en torno a una barra de bar cubierta de televisores que emiten deportes para hombres recios. Alice, por ignorancia supina –la misma que usan los del PCCh contra su pueblo- acepta mi envite. “Yo sólo te digo que me dejes los auriculares que no quiero que venga nadie y escuche nada raro”. Alice fue advertida del contenido de las imágenes, que como las ‘películas snuff’, término que pusiera de moda Amenábar en España con su exageradamente premiada ‘Tesis’, podían herir su sensibilidad, moldeada entre su iPhone ideado en California, su cuenta en QQ –la web china de correos y chateo que arrolla entre todos sus habitantes-, y su fondo de armario, donde no debían caber más de cuatro vestidos, tres camisetas y media docena de bragas con motivos infantiles: ahora arrasan los ejemplares con caras de Bob Esponja en el trasero o los que ofrecen dibujos animados japoneses, de esos que muestran a damas de ojos circulares encharcados en lágrimas antes de la cascada de drama. Puro teatro.
Mientras se suceden los acontecimientos, Alice Lei masca chicle. Seguramente será maligno contra la salud: lo compró en el Lawson, esos 24 horas nacidos en los Estados Unidos, perfeccionados en el Japón, y derruidos en esta China estomagante. En el momento en que empieza a escuchar, bajo la voz de la periodista británica de la BBC los gritos y plegarias de sus paisanos, comienza a modificar su gesto. Las mismas pancartas que llamaron la atención de Isabel le hacen congelar la imagen: “Aquí pone menos corrupción del gobierno”. “Hoy es aún peor: más corrupción del Partido e imposibilidad absoluta para volver a tomar la Plaza de Tiananmén por cientos de miles de personas como hace veintitrés años”, le aseguré.
No hay clientes en el bar. Su gesto infantil por antonomasia ha generado una mueca que se antoja crucial. Está seria. Como ida. Se mira sus uñas, recién esmaltadas con diversos colores, mientras toma la respiración para soltar una frase mítica, productiva, elogiable. Aunque infantil: “No entiendo como nuestro ejército disparó a nuestros estudiantes”. Al instante, como esas caras femeninas del manga japonés, que casi siempre arrojan ojos bañados en lágrimas, se puso a llorar. Le duró siete segundos el drama inducido –el mismo tiempo que tardaba en tirar una Guinness como dios manda-, hasta que entró por la puerta un obeso con la camiseta del Chelsea. Que ser campeón de Europa te permite vacilar hasta en horas vespertinas entre semana. A él no le puse las imágenes de la Masacre de Tiananmén. Seguramente sólo hubiera aceptado ver el gol de Fernando Torres en el Camp Nou.
Una mayoría simple de ciudadanos chinos mayores de cuarenta años saben que entre la noche del tres de junio y el cuatro de junio de 1989 una muchedumbre de estudiantes fueron asesinados en la Plaza de Tiananmén, lugar de reunión desde hacía semanas de los jóvenes hartos de la corrupción gubernamental y la ausencia de libertades. La televisión estatal china de la época emitió imágenes de una sorprendente reunión entre miembros del poder y los cabecillas de la revuelta. Finalmente, y tras ser sacados a sangre y fuego, el Partido cometió su clásico delito: señalar a los instigadores de la manifestación como “revolucionarios, terroristas y criminales”.
Pero existe otra importante parte de la nación –los que eran niños en la fecha que narramos o nacieron a posteriori- que nunca han sabido con transparencia qué ocurrió. Recordemos que el sistema censor del PCCh no permite a los ciudadanos chinos encontrar en internet dato alguno sobre la masacre. Y pobre del que lo encuentre. O lo comente en público.
La mayor sinceridad llegó por la ‘ayi’ (señora de la limpieza) de una amiga nativa. Ella, fuera desde su nacimiento de todo foco que pudiera representar éxito, se me abrió ante mis preguntas como la almeja que cede sus dos mitades cerradas a cal y canto ante las arremetidas de un caldo corto que hierve con intensidad. “Yo sólo sé que nunca un gobierno tiene derecho a matar a jóvenes indefensos. Y tendrán que pagar por ello”. Me dijo mientras empuñaba con fuerza una fregona que aquí, se seca con las manos.
Guo Feng, amiga y dueña de la casa que limpiaba la señora, sólo acertó a decir. “Como mi ‘ayi’ se chive, te mato”. Curiosa sintonía con la matanza de Tiananmén, metáfora mundial que acepta usar palabras que huelen a sangre para salir airosos en frases apelmazadas. La juventud que hoy no pisa plaza alguna para jugarse la vida. Y no precisamente por ellos. Sino por la humanidad. “Yo ya gano 8.000 kuáis –casi mil euros- y no voy a hacer la imbécil por gente a la que nunca conocí. En China, mi amigo, una persona no puede luchar contra un gobierno. Y yo sólo quiero ser feliz y vivir tranquila”.
Restan sólo unas horas para que se cumpla el vigésimo tercer aniversario de la Masacre de Tiananmén. Si uno sale a la calle no presiente revuelta alguna. Nadie se ha organizado para recordar. Además, los censores, deben andar preparando con previsible éxito uno de los días claves del año, que como la Operación Salida para los guardias de tráfico, se les remarca en rojo en sus almanaques ensangrentados.
El mundo sigue girando. Y Tiananmén continúa siendo una matanza no reconocida. Aunque ya queda menos.
Joaquín Campos, 03-06-12, Shanghái.
(Para este trabajo oferté la emisión de las imágenes y unas preguntas a diez personas. Sólo dos aceptaron –Isabel Yuan y Alice Lei-, aunque la sirvienta del hogar de Guo Feng, que acababa de renunciar a la oferta, suman tres declaraciones sobre un aniversario que dejará de serlo cuando el estado chino acepte la culpabilidad absoluta en aquella matanza.
Las entrevistas airosas fueron realizadas el 13 de mayo y el 23 de mayo de 2012. La ‘ayi’ abrió la boca sin esperarlo hace tres días).
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