Pensando el circo
Pensando el circo
Hasta este pasado 30 de diciembre estuvo actuando en el Centro Bell de esta ciudad el mundialmente famoso Cirque du Soleil, un fenómeno originado aquí mismo en Montreal y que hoy día ha prácticamente reinventado el arte circense, con una exquisita combinación de algunos de los elementos tradicionales del circo, más una original música incidental y el hecho de hilvanar—no diría una historia—pero sí una temática central. En este caso la confluencia de oriente (el dragón de China) y el occidente (el león), de ahí el título de este espectáculo “Dralion”.
Lo cierto es que aunque había presenciado ocasionales presentaciones de segmentos de sus espectáculos para la prensa, esta vez fue la primera vez que pude gozar de un espectáculo completo. Y la verdad es que se trata de un acto realmente original, donde la integración de acróbatas, malabaristas, contorsionistas y por cierto, payasos aunque no vestidos a la usanza habitual, a uno lo mantiene entretenido durante las dos horas que dura el espectáculo.
Pero la verdad es que haber visto la presentación del Cirque du Soleil es sólo un pretexto para incursionar en las memorias de esa maravilla que es el circo, al decir maravilla, en este caso lo hago pensando en la perspectiva que de él uno pudo haber tenido como niño, que creo que son los que más gozan con este tipo de espectáculo.
En mi experiencia personal—como me imagino la de muchos chilenos—el circo era asociado con la llegada de la primavera en el hemisferio sur, allá por septiembre. Por sitios eriazos a lo largo del país se multiplicaban las carpas, con ellas también las troupes de payasos, trapecistas y—especialmente atractivos para muchos—los animales. (Por cierto, al menos aquí en Norteamérica, ahora hay una creciente conciencia de que el amaestrar animales salvajes para el entretenimiento humano no es lo más edificante, peor aun cuando se revela la forma muchas veces cruel con que los animales son condicionados a hacer sus piruetas y otras “gracias” para divertir al público. Por de pronto en el Cirque du Soleil y en otros que han surgido en años recientes, el uso de animales está completamente ausente.)
Había sin embargo un circo que al menos para los habitantes de la capital, no se instalaba en carpa, sino en un escenario cerrado, una arena la llamaríamos acá, que por sus dimensiones tenía multitudes de usos, desde sitio de concentraciones políticas, pasando por estadio para el boxeo y la lucha libre, hasta por cierto ser escenario del famoso Circo Las Águilas Humanas, su nombre era tomado de un legendario grupo de ases del trapecio de los años 40. En mi niñez la llegada de septiembre significaba como suerte de ritual, el que toda la familia, mis padres, mi hermana y yo nos trasladábamos al llamado Teatro Caupolicán, en medio de un barrio de tiendas baratas, donde nos asombraríamos con las espectaculares hazañas de los hombres y mujeres del trapecio, el coraje de los domadores lidiando con supuestos feroces leones o tigres, y claro está, con las bromas de los payasos.
La visita al circo sería luego tema de conversación con los otros niños del barrio o de la escuela. A veces también íbamos a otros circos de esos en carpa, que por eso mismo tenían como más de autenticidad. Al final los artistas circenses nos parecían todos muy buenos, y celebrábamos sus hazañas como cosas muy especiales.
El circo es ciertamente una de las actividades de entretenimiento más antiguas de que se tenga memoria, existente ya en las antiguas civilizaciones de Grecia y Roma. En esta última es donde alcanza seguramente su mayor importancia como centro de diversión para el pueblo (de ahí la expresión “pan y circo”, una forma de dar algo mínimo—el pan—y acompañarlo con alguna diversión—el circo—que distraiga a la gente de sus problemas más acuciantes; con el correr del tiempo los gobiernos han seguido aplicando esa misma fórmula de los antiguos emperadores con relativo éxito, aunque ahora quizás habría que actualizarla y decir “chips y televisión”).
Curiosamente aunque los que nos entretienen en el circo están de algún modo muy cercanos a la gente, por otro lado en general ellos mismos son anónimos. No hay grandes estrellas del circo, como lo hay en el teatro, la televisión o el cine (y es interesante anotar que aunque hoy el cine prácticamente no se concibe sin sus estrellas, en sus comienzos el ser actor o actriz de cine era visto como algo inferior, por cierto inferior al teatro que sí era considerado un real arte, el cine en cambio era más asociado al circo y si uno ve las películas mudas de hasta la primera década del siglo 20, verá que no se menciona allí los nombres de los que actuaron. Charlie Chaplin cambió eso al crear su emblemático personaje y convertirse en la primera estrella del cine, el primero en ser reconocido como tal). En el circo, con algunas excepciones, no hay figuras conocidas o reconocibles, aun hoy. En parte también porque el circo es mucho más una creación colectiva que otras expresiones artística. Aunque por cierto hay quienes todavía no le conceden un carácter propiamente de arte al circo, por asociarlo más a actividades que requieren de un adiestramiento físico, más que a la creatividad. Por cierto una visión restringida del arte que no comparto. En algún momento habrá que darle al circo y sus artistas el reconocimiento que se merecen.
Pero si los especialistas estéticos no le confieren ese honor, en el imaginario popular el circo ya tiene ganado un lugar importante. Y eso se refleja a su vez en el reconocimiento que se le da desde otras artes: el triste payaso en la ópera “I pagliacci” de Leoncavallo, la pintura de los saltimbanquis hecha por Picasso, y—algo que recuerdo con mucho afecto—el excelente retrato de la vida ambulante del circo en el film de Federico Fellini “La strada” con Anthony Quinn y Giuletta Masina. Otro film inspirado en el circo y también de esos primeros años de la década de los 50 fue “El espectáculo más grande del mundo” dirigido por Cecil B. de Mille, que ganó el Oscar a la mejor película en 1952.
Creo que de algún modo el circo tiene esa facultad, especialmente para los niños, de situarlo en el medio de las emociones de entusiasmo y alegría por una parte, mientras por otra también les da una dosis de ansiedad por los riesgos que toman aquellos que hacen todos esos atrevidos actos.
Por eso mismo, luego de haber ido a presenciar un acto circense, después de muchos años, respetuosamente me inclino ante esos hombres y mujeres que se atreven a acometer esas reales hazañas que a los niños los dejan sin habla y que a los adultos aun nos transportan a un tiempo de magia e ilusión.