Un viaje en el tiempo
Un viaje en el tiempo
¿Por qué los que alguna vez salimos de nuestros países de origen nos mantenemos viajando de vuelta cada vez que podemos? Para algunos quizás se trate de un pregunta retórica: porque ahí están nuestras raíces, dirá alguien asumiendo una postura antropológica; bueno, para ver a muestras familias y amistades, dirán otros que tengan una respuesta más práctica a esta cuestión; para interiorizarse en el terreno mismo de la realidad del país que nos vio nacer, dirán otros en busca de la dimensión social o política de la interrogante.
En mi experiencia personal diría que hay un poco de todo eso que acoté, pero algo más: cada viaje al país de origen—en mi caso Chile, pero puede ser cualquier otro para cada uno de mis lectores—se trata de alguna manera de un viaje en el tiempo. Me explico, uno ha dejado su país, cualquiera sean las circunstancias o motivos, ese acto sucede en un instante determinado, una unidad de tiempo que en la medida que se prolonga la ausencia se expresa en términos del año tanto o incluso la década tal o cual.
Las imágenes y memorias dejadas atrás entonces corresponden a ese momento en que uno abandonó el país: como lucía su barrio y los otros lugares que uno habitualmente recorría.
Eso me sucede inevitablemente cada vez que viajo, apenas ya termino los trámites habituales de salutaciones con mi familia, me largo a recorrer la ciudad, a reencontrar los lugares alguna vez familiares.
Por cierto en muchos casos el reencuentro resulta un tanto decepcionante, algún sitio que fue de especial significación en mi juventud ahora ya no más existente o en una dolorosa decadencia, en otros casos convertido en algo horrible: la globalización que ha invadido a mi país de origen ha traído consigo una proliferación de McDonald´s y Burger King, entre otras abominables manifestaciones de la comida rápida norteamericana, eso en un país que destacaba por la gran variedad de comida rápida original: sándwiches de lomo de cerdo con exquisitos agregados, el humilde hotdog de América del Norte convertido en un abrumador sándwich en que la salchicha queda oculta entre abundantes agregados de palta (aguacate), tomate o mayonesa, en lo que se denomina un “completo” y ciertamente una amplia variedad de otros sándwiches, empanadas y pizzas. La comida rápida, sinónimo en Norteamérica de algo poco nutritivo y de baja calidad, en Chile, tenía una especial jerarquía y hasta hoy, mucha gente hace de ella un excelente y llenador almuerzo. Por eso no deja de indignarme el ver la agresiva invasión de hamburguesas y otros de esos platillos, desplazando a los locales, un proceso que se acelera en la medida que mucha gente joven adopta esa comida rápida como su favorita. (Al revés de Perú o México sin embargo, los platos de comida lenta no son un fuerte en la cocina chilena, con una muy limitada variedad aunque las especialidades de pescados y mariscos son realmente atrayentes).
Sin embargo ahí, como suspendidos en el tiempo se hallan también los viejos rincones, las esquinas descoloridas por el paso de los años, pero aun reconocibles. Ahí están esos sitios de un pasado que ya se ha escapado, aunque dejando esos testimonios materiales de aquel instante en que los disfrutamos de otra manera.
Todas las ciudades se levantan a orillas de algún río, por la obvia necesidad de agua fresca para sus habitantes. Santiago tiene el río Mapocho, que baja a paso cansino desde la cordillera primero cruzando los barrios más elegantes, que en esta ciudad se sitúan en los faldeos cordilleranos, atravesando luego el centro de la urbe para ir a deslizarse sin mayor gloria por los barrios más humildes que en Santiago se sitúan hacia su lado oeste.
La verdad es que la mayor parte del tiempo el Mapocho más se asemeja a un arroyo que a un río que se respete. Sin embargo su aparente exigüedad no debe llamar a engaño, de tiempo en tiempo, durante los inviernos, su torrente se multiplica varias veces y llega a causar estragos en las áreas más cercanas a él.
Chile es por cierto un país montañoso y la presencia de la cordillera, más montes, cerros y colinas por todo su territorio, es también notable en su ciudad capital. Personalmente no soy un gran entusiasta de las montañas cuya presencia es una imagen obligada en prácticamente cualquier lugar que uno visite. La cordillera de los Andes no me causa mayor emoción aunque siempre le reservo alguna dosis de respeto y temor que sin duda se remonta al tiempo cuando siendo un niño de apenas 10 años un paseo escolar me llevó a los cerros de la cercanía de la capital, en un sector que se llama Peñalolén, uno de cuyos cerros no tuve problema en escalar pero que sí lo tuve cuando llegó el momento de bajar: sencillamente me vine cerro abajo sin poder parar. Bueno, nadie me había dicho cómo se baja de un cerro. Afortunadamente no tuve una caída con mayores consecuencias, excepto para mi amor propio. A esa temprana edad en todo caso tomé la firme determinación de no volver a escalar cerro ni montaña, actividad a la que por lo demás no le encuentro gracia alguna.
Todo lo cual también reafirma mi definición como hombre citadino, como caminador de largas cuadras en busca de las esquinas que recorrí de niño, del cine de barrio hoy humillantemente transformado en templo evangélico (al menos no ha sido demolido para dar lugar a un nuevo centro comercial), de los parques donde acaricié las partes prohibidas de alguna muchachita estudiante, de las paradas finales de buses y trolebuses adonde entonces llegaba con un amigo del curso con quien había escapado un día de clases (“hacer la cimarra” se lo llamaba en Chile). Mucho de eso está aun allí, pero muy cambiado. Por cierto con la nostalgia en el trasfondo, no dudaré en decir que ha cambiado para peor.
Allí está la ciudad que me vuelve a transportar a otro tiempo, a un tiempo de inocencia y descubrimientos, a un tiempo que uno atesora y celebra en la memoria.
Esto es el viaje al país de origen, el viaje ni siquiera al lugar de nacimiento (eso es un mero accidente), sino al lugar donde uno creció y fue impresionado por las cosas que había alrededor. En suma, un viaje en el tiempo. Aquí estoy pues una vez más, en búsqueda de esas imágenes y fantasmas de un pasado que me hacen saber que hubo una vez en mi vida un lugar llamado Chile, cuyas voces de recuerdos profundos aun me llaman trasladándome a otros momentos, que por lo demás no quiero idealizar llamándolos “felices” sino solamente un tiempo diferente que ya no está más y que por eso mismo a uno lo atrae con tanta fuerza.