Brasil ya no sabe ni cómo se llama
Brasil ya no sabe ni cómo se llama
Alarmado por la impunidad con la que le pegaban patadas, cuentaLionel Messi que durante el partido contra Colombia se dirigió al árbitro mexicano Roberto García Orozco y le pidió explicaciones. “Esto es América y aquí se juega así”, le dijo el juez. El hombre cuya responsabilidad es velar por la pureza del espectáculo no solo peca de ignorante sino que se jacta de ello. Orozco se desautorizó a sí mismo y expuso el carácter atroz de la organización que le avala, esta desmantelada Conmebol, a cuya sombra el fútbol sudamericano se precipita en la mediocridad. No, lo que sucede en el campo, no es inmune a la corrupción. Quedó patente en el miserable partido deBrasil, merecidamente eliminada de la Copa América por los voluntariosos paraguayos en el segundo partido de cuartos de final que acabó en la tanda de penaltis.
Brasil sigue y seguirá siendo la mayor fábrica de talento natural del fútbol. Ningún país reúne más individuos con mejores condiciones físicas, técnicas y culturales para practicar este juego. El patrimonio, sin embargo, es regularmente dilapidado desde hace 30 años por un organismo, la Confederación Brasileña de Fútbol, que funciona peor cuanto más factura. Con la connivencia de políticos ventajistas y con la complicidad perversa de medios de comunicación sin sentido crítico, la CBF gira en un remolino de autocomplacencia, ineficacia, malversación y estupidez. Su expresidente, José María Marín, permanece en prisión en Suiza con cargos de corrupción; y su sucesor, Marco Polo del Nero, es objeto de una investigación judicial que no augura nada edificante. Entre los dos han elaborado la bazofia que se presentó en Chile.
No ha transcurrido un año desde el fracaso histórico del Mundial, aquel 1-7 que consiguió Alemania en Belo Horizonte a costa del anfitrión, y los resultados ratifican lo que parecía una evidencia. Que Dunga no es el hombre indicado para salir de una crisis que él mismo contribuyó a crear. Los ciclos de Parreira, Scolari y Dunga, superpuestos y redundantes, simplificaron el juego del equipo hasta el empobrecimiento. Este sábado la involución siguió su curso. La perplejidad de los jugadores coincide con un desconocimiento profundo de lo que deben ser como nación futbolística.
Frente a las dudas existenciales ajenas, Paraguay se reafirma en lo que siempre ha sido. En Concepción se presentó con su libreto secular. Solidaridad fraternal, espíritu de sacrificio, habilidad por las bandas y contundencia en las dos áreas. Víctor Cáceres mandó batir el mediocampo y nadie hizo prisioneros. Hubo presión en campo propio, cundieron las faltas, y a Brasil le costó filtrarse entre líneas.
El gol de Robinho a los quince minutos fue un brillo casual. Elías conectó con Alves, el lateral centró, y Robinho remató apareciendo desde atrás para sorprender a los centrales. Contra las impresiones del público, feliz ante la expectativa de la agitación, el 1-0 no representó el inicio de un glorioso intercambio sino el punto de partida de una penosa estabilidad táctica. Fue la primera y última vez en toda la primera mitad que Brasil tocó el balón dentro del área de Villar. Replegado sobre su campo, prefirió especular aferrada a una infecunda idea de fortificación.
Armada para formar una barrera de seis defensas, la selección de Dunga es el retrato de un equipo viejo. Hace décadas que los planteamientos que no suponen la liberación de los laterales son incompatibles con la eficiencia y el buen juego. Elias y Fernandinho constituyeron un doble pivote en el sentido más arcaico del término. Sin despegarse de los centrales, alargaron al equipo, se desconectaron de las maniobras de ataque, y, por no servir, no sirvieron ni para brindar seguridad. Nadie cubrió a los laterales, tal vez porque el modelo no prevé su utilización sistemática. Cuando el equipo necesitó de Alves y Filipe Luis no los encontró.
Con la ayuda de sus infatigables extremos, Benítez por la izquierda y Derlis por la derecha, Paraguay provocó un goteo incesante de centros, faltas laterales y córners que remató indefectiblemente. La incompetencia defensiva de Brasil fue solo equiparable a su incapacidad de dar tres pases seguidos. Los centrales, Miranda y Silva, parecían cadetes. Thiago Silva sufre un ataque de nervios desde que la experiencia devastadora del Mundial le trituró la fe. El hombre es un compendio de facultades esplendorosas. Pero no consigue dejar de sufrir. El fútbol se le ha convertido en un padecimiento. Contagia su depresión y comete errores alevosos, como el que provocó el penalti a favor de Paraguay. Fue una mano. Similar a la mano que casi le condena en los cuartos de final de la última Champions. Tocó la pelota para desviar un centro cuando pugnaba con Santa Cruz y el árbitro no tuvo más remedio que mandar ejecutar el castigo. Derlis convirtió el empate.
Brasil nunca pudo recuperarse porque ya no comprende nada sobre su propia identidad. Son demasiados años sin una idea de juego que concilie su tradición y su naturaleza. Los jugadores no encontraron el hilo del partido ni supieron cómo actuar contra un adversario que sube como la marea en las segundas partes. Infatigables, los guaraníes celebraron la tanda de penaltis con júbilo mientras Dunga musitaba cosas en la banda, en el centro de una rueda de brasileños implorantes, abrazados, como intentando confortar con supercherías.
Diez lanzamientos tuvo la secuencia. Jefferson y Villar, dos porteros especialistas, no pararon ni uno. Douglas Costa y Everton Ribeiro, ambos suplentes, tiraron fuera y distendieron el proceso. Ni el fallo de Santa Cruz restó convicción a los paraguayos. Hacía mucho que Brasil ya no sabía ni cómo se llamaba.
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