Guayaquil, la incubadora de escritoras ecuatorianas que triunfaron fuera de su país
Guayaquil, la incubadora de escritoras ecuatorianas que triunfaron fuera de su país
María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Sabrina Duque y Solange Rodríguez Pappe protagonizan con éxito y reconocimiento internacional la violenta explosión literaria de Ecuador
Esta es una historia de incongruencias. No existiría una voz tan potente de mujeres en la literatura ecuatoriana sin el marcado acento patriarcal de Guayaquil. No habría tampoco una generación de escritoras guayaquileñas recibiendo premios y reconocimiento internacional si no hubieran encontrado más visibilidad fuera de Guayaquil que en su propia tierra. Y no habría forma de hablar de una generación o eclosión de las letras en Ecuador sin el germen de unas mentoras que evocaron firmas femeninas y feministas cuando en los títulos de estudio solo había espacio para las masculinas y cuando las reivindicaciones de género eran aún un fenómeno aislado.
El Guayaquil caluroso y caliente, el Guayaquil de valores morales tradicionales y el Guayaquil de los hombres poderosos es el entorno que acompañó a María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Sabrina Duque y Solange Rodríguez Pappe hasta que llegaron a la Universidad Católica Santiago de la ciudad a estudiar Literatura y Comunicación Social, que era la carrera para ser periodista. Todas ellas, salvo Rodríguez Pappe (43 años), volaron después al extranjero antes de cosechar premios con sus publicaciones. Para las cuatro, la etapa universitaria fue trascendental, les hizo conscientes del espacio literario que podían ocupar las mujeres y eso se ve reflejado en la voz que tienen ellas en sus textos. “Hemos sido valientes y arriesgadas. No nos ganó el silencio”, corrobora Solange Rodríguez.
Aterrizaron en diferentes años en un aula similar: un espacio de pocos alumnos conducido por unas profesoras con proyección de miras. “Venía de un colegio religioso y cuando entré a la universidad supe que ese era mi lugar. Me liberé”, recuerda Ampuero (43 años). Todas coinciden en que el germen de esta generación está en aquellos años y en sus mentoras, que, como todos los grupos culturales llamados a trascender, fueron bautizadas. Su nombre: Las mujeres del ático.
Ese nombre no hacía referencia a un club de amigas sino a un espacio privado para leer y estudiar que fraguó Cecilia Ansaldo. “No era un grupo académico, sino un grupo de mujeres, de muy diferente profesión, que coincidimos en el gusto por la literatura. Decidimos reunirnos no solo para leer, también como activismo cultural en Guayaquil”, explica Ansaldo, que fue estudiante de Letras en la universidad Católica de Santiago de Guayaquil y en donde dio cátedra durante 42 años.
“Me encontré en mis propias lecturas con un despertar español en los libros de Celia Amorós, Emilia Valcárcel, que fue mi maestra, de Marina Mayoral… Con todos esos nombres fui construyendo un tejido literario, que puede reconocerse feminista, que fui proyectando sobre los estudiantes”, rememora Ansaldo. “Puedo identificar una apasionante década de los noventa, que es donde empiezo a ser profesora de María Fernanda Ampuero, de Solange Rodríguez, de María Paulina Briones… Estamos hablando ahora de escritoras que ya cruzaron los 40 años y reconozco en ellas ese germen, esos entusiasmos que brotan tempranamente por la literatura”.
¿Se hablaría de una generación de escritoras ecuatorianas sin esa influencia educativa? “Creo que habría demorado un poco más. Pero, sí, Cecilia Vega de Gálvez, que es de mi misma época, y yo empujamos esta avalancha que hoy vivimos con toda alegría”, dice la maestra.
Sus discípulas le dan la razón. “Siento que somos hijas de estas mujeres”, reconoce Sabrina Duque (40 años) desde su casa en Nicaragua. Cuenta Solange Rodríguez que fue gracias a ese grupo que ella conoció a escritoras ecuatorianas como Sonia Manzano, Alicia Yánez, Lupe Rumazo y Gilda Holst. Por eso, coincidiendo con María Fernanda Ampuero, aboga por un reconocimiento: “Es importante recordar y ser grato con las autoras ecuatorianas de las que nos hemos nutrido”. Para Mónica Ojeda (31 años), Las mujeres del ático “abrieron camino” hace 20 y 30 años, cuando Guayaquil era todavía más hostil que ahora. Reivindicaban los derechos de las mujeres mucho antes de que el feminismo fuera un movimiento global.
Una generación galardonada
Junto al de Ampuero, los nombres de Sabrina Duque, Mónica Ojeda y Solange Rodríguez Pappe se encuentran cada vez más a menudo en librerías y como protagonistas de premios literarios en ambos lados del Atlántico. Duque vivió en Brasil y en Portugal. Allí se topó con la historia que tituló Vasco Pimentel, el oidor, que le valió ser finalista en 2015 del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo. Después se mudó a Nicaragua, donde concibió su libro de crónicasVolcáNica (Debate, 2019), prologado por el ganador del Premio Cervantes Sergio Ramírez.
Un camino similar ha construido Mónica Ojeda, establecida en España, donde ha publicado sus novelas más recientes: Nefando (2016) y Mandíbula (2019), ambas con la editorial Candaya. En Cuba había publicado la novela La desfiguración Silva(Fondo Cultural del ALBA, 2015), reconocida con el desaparecido Premio ALBA Narrativa. En 2017, fue incluida en la lista Bogotá 39, que agrupa a los mejores escritores de ficción latinoamericanos menores de 40 años. Y el pasado 5 de septiembre ganó el Premio Príncipe Claus de Cultura y Desarrollo por sus contribuciones a la cultura. El galardón lo otorga la fundación Príncipe Claus, en Holanda, a 9.800 kilómetros de su casa.
María Fernanda Ampuero se ha convertido en una de las plumas más destacadas de Latinoamérica. Su consolidación llegó con Pelea de gallos (Páginas de espuma), destacado por The New York Times en español como uno de los diez libros de ficción de 2018. Antes había publicado decenas de crónicas y relatos en revistas. Su libro fue editado en España, donde vivió después de pasar por Argentina y antes de afincarse en México. Ahora, está de vuelta en Ecuador, pero dice que salir del país y de Guayaquil le sirvió para poder respirar. “Madrid me dio una libertad que nunca hubiese existido sin la migración”, cuenta.
La única que siempre ha permanecido en esa Guayaquil caliente -por temperatura y hostilidad- es Solange Rodríguez. Pero su más reciente novela, La primera vez que vi un fantasma (Candaya, 2018), fue editada en España. Para Duque, ella ha heredado la labor de formar a la nueva generación de escritoras, al igual que lo hicieron Las mujeres del ático: “Está escribiendo libros maravillosos y está dedicándose a formar nuevos alumnos”. Rodríguez Pappe resume su decisión de permanecer anclada: “Tengo que reconciliarme a diario con Guayaquil”, dice, consciente de la hostilidad de la ciudad. Ese ambiente “asfixiante y mojigato”, en palabras de Ampuero, en el que Ojeda nunca terminó de sentirse “cómoda y segura” y que, según Duque, “incubó a una generación rebelde”, no se ha evaporado, pero ahora las recibe a todas ellas con admiración y reconocimiento. “No ha habido un momento en la historia de la literatura ecuatoriana tan grande y tan glorioso como este”, coincide Ampuero.
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