Andrew Cuomo, el gobernador de la América del coronavirus
Andrew Cuomo, el gobernador de la América del coronavirus
Al frente del Estado de Nueva York, nuevo epicentro de la pandemia, el político ha conectado con el país y se ha convertido en la voz de los demócratas en la gran crisis
En Nueva York todo adquiere un simbolismo especial. Las celebraciones, las catástrofes, los héroes, los villanos. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, de las cenizas de las Torres Gemelas emergió un alcalde, Rudy Giuliani, que supo conectar con una ciudad desolada y aterrada. Fue -quién lo diría hoy- el alcalde de América. En medio de la crisis del coronavirus, cuando la ciudad se ha convertido en uno de los epicentros de la pandemia, es el gobernador del Estado, el demócrata Andrew Cuomo, 62 años, de origen italiano como aquel, el líder que está hablando al corazón y las entrañas de la ciudad y, por extensión, del país.
Su comparecencia diaria ante los periodistas, a media mañana, se ha convertido en un producto televisivo de primera necesidad allende las fronteras de su Estado. Las cadenas de noticias nacionales conectan en directo para escuchar su balance de la situación. Hasta el presidente Trump ha tenido que programar sus ruedas de prensa por la tarde para no competir en audiencia con Cuomo.
Se conocen desde hace muchos años, los dos se criaron en Queens, ambos siguieron los pasos profesionales de sus respectivos padres. La relación de amor-odio entre el presidente republicano y el gobernador demócrata sería oro puro en manos, según los gustos, de Aaron Sorkin o de David Simon.
En medio del alarde general de sofisticadas gráficas animadas, hay algo entrañable y reconfortante en las humildes presentaciones de Power Point que acompañan las intervenciones de Cuomo. Algunas de esas diapositivas, inevitablemente, se han convertido en virales. Como aquella, dirigida a los jóvenes que seguían saliendo a la calle desafiando el confinamiento, que contenía un sucinto y rotundo texto en mayúsculas sobre fondo azul: “ESTÁS EQUIVOCADOS”.
Ajeno al rubor, otras veces le da por reproducir en la pantalla extensas citas de su padre, Mario Cuomo, que ocupó su mismo cargo de gobernador de Nueva York entre 1983 y 1994. Como una en la que el padre hablaba de “la idea de familia” que debe subyacer a “todo buen gobierno”, y que dio pie a su hijo a soltar este miércoles una de las reflexiones más bellas que se han escuchado sobre Nueva York y esta pandemia. Sobre por qué la desdicha de la ciudad bebe de la misma fuente de la que manará su salvación:
“Eso es Nueva York”, dijo Andrew Cuomo. “Esa cercanía, ese concepto de familia, de comunidad, eso es lo que hace que Nueva York sea Nueva York. Y es lo que nos hizo vulnerables. Pero esa cercanía será también nuestra mayor fortaleza y será por lo que venceremos al final del día. Os lo prometo. Veo cómo Nueva York responde, cómo los neoyorquinos nos ayudamos unos a otros. Eso es Nueva York. Y eso, amigos, es invencible. Me alegro de que seamos los primeros, porque venceremos y enseñaremos el camino a las otras comunidades. Y estaremos ahí para los otros, como siempre hemos estado”.
Luego está el atuendo, no menos reconfortante que el componente gráfico en este show de Cuomo que embelesa al país en estos días de zozobra espiritual. Desde Obama hasta Pete Buttigieg, todos los últimos prohombres demócratas parecen necesitar remangarse literalmente la camisa para transmitir el mensaje simbólico de que se están remangando.
No es el caso de Cuomo, cuyos aparatosos puños de camisa amarrados con gemelos no restan un ápice de credibilidad a las palabras de “me vuelvo a trabajar” con las que se despide cada mediodía. No piensen, claro, en los trajes ceñidos à la Jared Kushner, modernos patrones incompatibles con las fornidas formas del gobernador. Lo suyo son los trajes de la vieja escuela, holgados de tela, solapas generosas, esos cortes que primero el diseñador Hedi Slimane y luego el presidente Donald Trump tanto han hecho por desprestigiar.
Otros días elige Cuomo estilismos más de batalla. Cazadoras, polos y gorra de beisbol, todo ello tocado con una interesante marca personal: un escudo enormemente revelador. Hombre de gustos estéticos sencillos, a quien sus hijas eligen esas corbatas anchas y lisas, el gobernador tuvo en primavera de 2011 un arrebato de inspiración creativa.
“Poseo un lado artístico y me gusta estar en contacto con él de vez en cuando”, admitió entonces en The New York Times, y soltó una carcajada. Deseoso de devolver el orgullo al Gobierno del Estado de Nueva York, cuando se puso a su frente decidió diseñar él mismo un blasón que deberían portar en la solapa todos los miembros de su equipo. Alrededor del escudo del Estado, Cuomo colocó un texto. Arriba, los tres principios que habrían de guiar su administración: “Desempeño”, “integridad” y “orgullo”. Abajo, el mensaje que no se cansa de repetir: “Yo trabajo para el pueblo”.
He ahí su éxito. En medio de la tragedia, como prometió a su llegada al poder, Cuomo trabaja para el pueblo. Transmite esa seguridad tan americana del hombre que, ante las dificultades, se remanga y rema. Es el organizador en jefe. No sabe nada de virología, pero sabe qué hace falta, dónde está y cómo conseguirlo. “¿Qué voy a hacer con 400 respiradores cuando necesito 30.000?”, preguntó Cuomo al Gobierno federal. “Elegid vosotros las 26.000 personas que van a morir porque solo habéis mandado 400 respiradores”. Horas después, el vicepresidente anunció el envío de miles de respiradores a Nueva York.
A diferencia de Trump, que alardea de un supuesto don natural para la ciencia, Cuomo reconoce sus limitaciones. ”Lo más importante en la vida es saber lo que no sabes, y yo no sé de medicina, así que le doy la palabra al doctor”, decía el miércoles, ante una pregunta técnica. Es una de las autoridades públicas que más han criticado la respuesta federal a la crisis, por lenta e inadecuada, pero reconoce también los aciertos y ha logrado que Trump y su Administración le respeten y, lo que es más importante, le escuchen.
La crisis del coronavirus ha borrado del mapa a los demócratas. Cuesta creer que, hace apenas unas semanas, la actualidad política estuviera copada por una docena de candidatos variopintos que luchaban por enfrentarse a Donald Trump en noviembre. Hoy, el ya claro favorito en las primarias del partido, Joe Biden, de 77 años, parece haberse tomado la recomendación de confinamiento con un rigor ejemplar, y en una de sus escasas apariciones se refirió a las comparecencias de Cuomo sobre el coronavirus como “lecciones de liderazgo”.
Bernie Sanders, de 78, el otro aspirante aún en liza y a quien ya casi no le salen los números, resiste agazapado por lo que pudiera pasar. Nancy Pelosi, la más alta autoridad demócrata, está demasiado ocupada en el Capitolio tramitando el colosal rescate a la economía. Así que es Andrew Cuomo quien, inesperadamente, se ha convertido en la voz de los demócratas en la crisis más grave de la historia reciente del país.
Un político que circulaba por los márgenes hasta hace muy poco. Demasiado moderado para el sector izquierdista de su partido, demasiado brusco en general. Pero ese mismo pragmatismo y ese carácter directo se han convertido en sus virtudes para liderar en medio de la crisis. Su respuesta no ha estado exenta de críticas. Reaccionó tarde, lo que le enfrentó al alcalde Bill de Blasio, con quien comparte partido y una histórica enemistad, y a quien ha eclipsado totalmente. Ha dudado, ha cambiado de parecer de un día para otro. Pero, al contrario que el presidente, Cuomo admite sus errores y se apoya siempre en los hechos y en los expertos.
Esta crisis ha puesto de relieve la naturaleza federal de Estados Unidos, a menudo oculta bajo el ruido de Washington y de un presidente ubicuo. Trump habla al país cada día, pero son los gobernadores de los Estados los que deciden si cierran los bares, decretan los confinamientos o levantan hospitales de campaña. Y cuando el foco ha apuntado a los gobernadores, Andrew Cuomo lo ha acaparado. “Acepto toda la responsabilidad”, dijo tras ordenar el cierre de los negocios no esenciales. “Si alguien está descontento, si alguien quiere culpar a alguien, que me culpe a mí”.
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