Un cacaotal entre dos pesadillas
Un cacaotal entre dos pesadillas
Los pequeños finqueros ecuatorianos se enfrentan al drama de la pandemia y al anunciado retroceso de la cotización del cacao
Tengo el recuerdo de Bitricio Salazar bien marcado. Más bien chico, rondando los sesenta, el pantalón por dentro de la caña de las botas de agua, como está mandado cuando te manejas en la espesura, sombrero de paja con dibujo y ala corta y camisa de manga larga cerrada hasta el puño; los insectos mandan en estas tierras de calor y humedad y es bueno protegerse.
Repasando las fotos de aquel viaje, lo encuentro posando en medio de su imponente cacaotal y caigo en que llevaba la camisa mal abotonada, un pico más alto que otro. Tampoco le preocupaba. Lo que realmente importaba era seguir la faena, que ese día estaba en cortar bambú, una planta maderable de rápido crecimiento imprescindible para salir adelante. Bitricio trabaja tres hectáreas y media con cuatro de sus once hijos y el bambú es su segunda fuente de ingresos.
Por los datos que me dan, le calculo que si el año es bueno ingresarán unos 4.200 dólares por la venta del cacao. Pienso en los gastos, hago las cuentas y el balance es estremecedor. El cacao da lo justo para sobrevivir. El bambú, el maguey y el zapote que salpican las fincas todavía le dejan lejos del umbral de la dignidad.
Llegué a su finca siguiendo la senda del chocolate, que empieza en el cacao. En Ecuador eso acostumbra suceder en los cultivos de cacao Nacional de Guayas y Los Ríos. Así es desde que Guayaquil estuvo en el centro de un comercio que definió el destino y la fortuna de la ciudad, y el río Guayas trazó el rumbo de las plantaciones, generalmente cauce arriba, a veces bajando hacia el mar. Va para un siglo del esplendor de las grandes haciendas, cuando la almendra del cacao engordó tantas fortunas que le decían Pepa de Oro. Nada es igual, pero el cacao sigue.
Conozco otras fincas, como la de los hermanos Salazar, no muy lejos de la de Bitricio, con árboles que rondan los cien años, y ninguna es grande. Llegados los malos tiempos, las grandes familias derivaron hacia el banano mientras el cacao se refugiaba en las fincas más humildes. El reventón del mercado mundial de chocolate empieza a devolver las grandes plantaciones al paisaje de Guayas y Los Ríos, pero el cacaotal sigue siendo minifundista.
Bitricio es un resistente. Se hizo cargo de su finca con la reforma agraria del 73 y necesitó treinta años de trámites y esperas para conseguir la titularidad. Cuando nos encontramos, una compañía chocolatera le pagaba 1,20 dólares por cada kilo de cacao en baba y se consideraba afortunado; otros reciben un dólar por el grano ya fermentado y seco, lo que reduce el peso un 40%.
El precio de venta al público de una tableta de 100 gr de chocolate ecuatoriano de calidad está entre 6 y 9 dólares. El precio del cacao transformado multiplica hasta por 7.500 la cotización del producto del que nace. Mientras, Bitricio sigue con su vida, cortando bambú para aguantar, rezando cada día a los dioses del clima, las plagas y las cosechas, y buscando materiales menos endebles sobre los que construir sus sueños.
Pienso en Bitricio ahora más que nunca, cuando Guayaquil se muestra como epicentro de la tragedia y la tristeza, y pienso también en los miles de pequeños finqueros que comparten su trayecto para alimentar la vida de cada día en Guayas y Los Ríos. No me gustaría estar en su pellejo. Sus sueños, siempre livianos, han dejado paso a una doble pesadilla que apenas ofrecen salidas. De un lado, el drama de la pandemia que esquilma la región y diezma las familias; del otro, la devastación que se les viene.
El anunciado retroceso del mercado mundial del chocolate volverá a dejar muy tocada la cotización del cacao. Bitricio y sus colegas son el eslabón más débil de una cadena que acostumbra romperse por el mismo sitio, que es el suyo; los productores son los paganos de todas las crisis. También son el espejo que muestra el estado vital del pequeño productor agrario. Sin importar lo que cultiven, críen o recolecten, son imprescindibles para conservar las señas de identidad de una sociedad más necesitada de raíces que nunca.
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