“Japón era el futuro, pero se quedó atrapado en su pasado”
“Japón era el futuro, pero se quedó atrapado en su pasado”
La economía de Japón, la tercera más grande del mundo, lleva años estancada
– En Japón, las casas son como los autos.
Tan pronto como te mudes, tu nueva casa valdrá menos de lo que pagaste por ella y, cuando hayas terminado de pagar la hipoteca por ella, no valdrá casi nada.
Me desconcertó cuando me mudé aquí por primera vez como corresponsal de la BBC: 10 años después, cuando me preparo para irme, sigue siendo igual.
Es la tercera economía más importante del planeta. Es un país pacífico y próspero con la mayor esperanza de vida del mundo, la tasa de homicidios más baja, escasos conflictos políticos, un pasaporte poderoso y el sublime Shinkansen, la mejor red ferroviaria de alta velocidad del mundo.
Estados Unidos y Europa alguna vez temieron al gigante económico japonés de la misma manera que temen hoy al creciente poder económico de China. Pero el Japón que el mundo esperaba nunca llegó. A fines de la década de los 80, los japoneses eran más ricos que los estadounidenses. Ahora ganan menos que los británicos.
Durante décadas, Japón ha estado luchando con una economía lenta, refrenada por una profunda resistencia al cambio y un terco apego al pasado. Ahora, su población está envejeciendo y disminuyendo.
Japón está estancado.
El futuro estaba aquí
Cuando llegué a Japón por primera vez en 1993, lo que me llamó la atención no fueron las calles iluminadas con luces de neón de los barrios de Ginza y Shinjuku, en Tokio, ni la moda salvaje “Ganguro” de las chicas “Harajuku”.
Era lo mucho más rico que se sentía en comparación con cualquier otro lugar en el que había estado en Asia; lo exquisitamente limpio y ordenado que era Tokio en comparación con cualquier otra ciudad asiática.
Hong Kong había sido para mí un asalto a los sentidos: ruidosa, maloliente, una ciudad de extremos, desde mansiones llamativas en Victoria Peak hasta los talleres clandestinos “oscuros y satánicos” en el extremo norte de Kowloon.
En Taipei, la capital de Taiwan, donde estudié chino, las calles se abarrotaban con el sonido de las motos con motor de dos tiempos que arrojaban un humo acre que envolvía la ciudad en una capa de smog tan espesa que a menudo apenas se podían ver dos cuadras.
Si Hong Kong y Taipei eran los adolescentes escandalosos de Asia, Japón era el adulto. Sí, Tokio era una jungla de concreto, pero estaba hermosamente cuidada.
Frente al Palacio Imperial de Tokio, el horizonte estaba dominado por las torres de cristal de los titanes corporativos del país: Mitsubishi, Mitsui, Hitachi, Sony. Desde Nueva York hasta Sydney, los padres ambiciosos suplicaban a sus hijos que “aprendieran japonés”. Me preguntaba si había cometido un error eligiendo chino.
Japón había emergido de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial y conquistado la fabricación global.
El dinero volvió al país, lo que provocó un auge inmobiliario en el que la gente compró todo lo que pudo, incluso trozos de bosque. A mediados de la década de los 80, la broma que se decía era que los terrenos del palacio imperial en Tokio valían lo mismo que toda California. Los japoneses lo llaman “Baburu Jidai” o la era de la burbuja.
Luego, en 1991, la burbuja estalló. El mercado de valores de Tokio colapsó. Los precios de las propiedades cayeron por un precipicio. Todavía están por recuperarse.
Recientemente, un amigo estaba en negociaciones para comprar varias hectáreas de bosque. El dueño quería US$20 por metro cuadrado. “Le dije que la tierra forestal solo vale US$2 por metro cuadrado”, dijo mi amigo. “Pero insistió en que necesitaba 20 dólares el metro cuadrado, porque eso era lo que había pagado en la década de los 70”.
Si tienes en mente los elegantes trenes bala de Japón o la maravilla de la fabricación en línea de montaje “justo a tiempo” de Toyota se te perdonará que pienses que Japón es un ejemplo de eficiencia. No lo es.
Más bien la burocracia puede ser aterradora mientras se gastan enormes cantidades de dinero público en actividades de dudosa utilidad.
Un ejemplo es del año pasado, cuando descubrí la historia detrás de las impresionantes tapas de alcantarilla en un pequeño pueblo de los Alpes japoneses.
En 1924, los huesos fosilizados de una antigua especie de elefante fueron encontrados en un lago cercano. Se convirtió en un símbolo de la ciudad y, hace unos años, alguien decidió reemplazar todas las tapas de las alcantarillas por otras nuevas que tendrían una imagen del famoso elefante en la parte superior.
Esto ha estado sucediendo en todo Japón.
Ahora existe una Sociedad Japonesa de Tapas de Alcantarilla que afirma que hay 6.000 diseños diferentes. Entiendo por qué a la gente le encantan estas tapas. Son trabajos de arte. Pero cada uno cuesta hasta US$900.
Es una pista de cómo Japón terminó con la montaña de deuda pública más grande del mundo. Y la creciente factura no se ve favorecida por una población que envejece y que no puede jubilarsedebido a la presión sobre la atención médica y las pensiones.
Cuando renové mi licencia de conducir japonesa, el personal exquisitamente cortés me llevó de la prueba de la vista a la cabina de fotos para pagar la tarifa y luego me pidió que me presentara en la “sala de conferencias 28”. Estas conferencias de “seguridad” son obligatorias para cualquier persona que haya tenido una infracción de tráfico en los últimos cinco años.
Adentro encontré un grupo de almas de aspecto desconsolado esperando que comenzara nuestro castigo. Un hombre, vestido muy elegantemente, entró y nos dijo que nuestra “conferencia” comenzaría en 10 minutos y ¡duraría dos horas!
Ni siquiera es necesario que entiendas la conferencia. Yo no entendí muchas de las cosas que decían. Mientras la charla llegaba a su segunda hora, varios de mis compañeros de clase se quedaron dormidos y el hombre a mi lado completó un boceto bastante bueno de la torre de Tokio. Estaba aburrido, resentido y me parecía que el reloj en la pared se burlaba de mí.
“¿Cuál es el punto de esto?” Le pregunté a mi colega japonés cuando regresé a la oficina. “Es un castigo, ¿verdad?”
“No”, dijo riendo. “Es un esquema de creación de empleo para policías de tránsito jubilados”.
Pero cuanto más vives aquí, incluso las partes frustrantes se vuelven familiares, incluso entrañables. Empiezas a apreciar las peculiaridades, como los cuatro empleados de la gasolinera que limpian todas las ventanas de tu auto mientras llenan el tanque y se inclinan al unísono cuando te vas.
Japón todavía se siente como Japón y no como una reproducción de Estados Unidos. Es por eso que el mundo está tan emocionado con todo lo japonés, desde la nieve en polvo hasta la moda. Tokio alberga restaurantes superlativos; Studio Ghibli hace la animación más encantadora del mundo (lo siento, Disney); sin duda el J-pop es horrible, pero Japón es sin duda una superpotencia de poder blando.
A los geeks y a los bichos raros les encanta por su maravillosa rareza. Pero también tiene admiradores de extrema derecha por rechazar la inmigración y mantener el patriarcado. A menudo se describe como un país que se ha modernizado con éxito sin abandonar lo antiguo. Hay algo de verdad en esto, pero diría que lo moderno es más bien una fachada.
Cuando la pandemia por el covid golpeó el mundo, Japón cerró sus fronteras. Incluso los extranjeros con estatus de residencia permanente no podían regresar. Llamé al Ministerio de Relaciones Exteriores para preguntar por qué los extranjeros que habían pasado décadas en Japón, tenían casas y negocios aquí, eran tratados como turistas. La respuesta fue contundente: “son todos extranjeros”.
Ciento cincuenta años después de haberse visto obligado a abrir sus puertas, Japón sigue siendo escéptico, incluso temeroso, del mundo exterior.
El factor externo
Recuerdo un viaje a una pequeña localidad en la península de Boso, al otro lado de la bahía de Tokio. Estaba allí porque el pueblo estaba dentro de la lista de poblaciones en peligro de extinción, una de las 900 que hay en todo Japón.
Los ancianos, reunidos en el salón del ayuntamiento, estaban preocupados. Desde la década de los 70 habían visto a los jóvenes irse a trabajar a las ciudades. De las 60 personas que quedan solo hay un adolescente y ningún niño.
“¿Quién cuidará de nuestras tumbas cuando nos hayamos ido?” se lamentó un anciano. Cuidar de los espíritus es un asunto serio en Japón.
Pero a mí, nativo del sureste de Inglaterra, la muerte de este pueblo me parecía absurda. Estaba rodeado de arrozales de postal, colinas cubiertas por un denso bosque y con Tokio a menos de dos horas en coche.
“Este es un lugar tan hermoso”, les dije. “Estoy seguro de que a mucha gente le encantaría vivir aquí. ¿Cómo se sentirían si trajera a mi familia a vivir aquí?”
De repente, el aire se podía cortar con un cuchillo. Los hombres se miraron entre sí en silencio y avergonzados. Entonces uno se aclaró la garganta y habló, con una mirada preocupada en su rostro: “Bueno, tendrías que aprender nuestra forma de vida. No sería fácil”.
El pueblo estaba en camino a la extinción, pero la idea de que fuera invadido por “forasteros” era algo peor.
Un tercio de los japoneses tiene más de 60 años, lo que convierte a Japón en el lugar con la población más anciana del mundo, después del pequeño Mónaco. Se registran menos nacimientos que nunca y para 2050 podría perder una quinta parte de su población actual.
Sin embargo, su hostilidad hacia la inmigración no ha flaqueado.
Solo alrededor del 3% de la población de Japón nació en el extranjero, en comparación con el 15% en el Reino Unido. En Europa y Estados Unidos los movimientos de derecha señalan al país como un brillante ejemplo de pureza racial y armonía social.
Pero Japón no es tan étnicamente puro como podrían pensar esos admiradores. Están los ainu de Hokkaido, los okinawenses del sur, medio millón de personas de etnia coreana y cerca de un millón de chinos. Luego están los niños japoneses que tienen un padre extranjero, eso incluye a mis propios tres hijos.
Estos niños biculturales son conocidos como “hafu” o “mitades”, un término peyorativo que es normal aquí. Incluyen celebridades e íconos deportivos, como la estrella del tenis Naomi Osaka. La cultura popular los idolatra como “más bellos y talentosos”. Pero una cosa es ser idolatrado y otra muy distinta ser aceptado.
Si quieres ver qué le sucede a un país que rechaza la inmigración como solución a la caída de la fertilidad, Japón es un buen lugar para comenzar.
Los salarios reales aquí no han crecido en 30 años. Los ingresos en Corea del Sur y Taiwán han alcanzado e incluso superado a Japón.
Pero el cambio se siente distante. En parte se debe a una jerarquía rígida que determina quién tiene las palancas del poder.
Los exsamuráis
“Mira, hay algo que debes entender sobre cómo funciona Japón”, me dijo un eminente académico. “En 1868, los samuráis entregaron sus espadas, se cortaron el pelo, se vistieron con trajes occidentales y marcharon hacia los ministerios en Kasumigaseki (el distrito gubernamental del centro de Tokio) y todavía están allí”.
En 1868, por temor a que se repitiera el destino de China a manos de los imperialistas occidentales, los reformadores derrocaron la dictadura militar del shogunato Tokugawa y encaminaron a Japón hacia una industrialización de alta velocidad.
Pero la restauración Meiji, como se la conoce, no fue una toma de la Bastilla. Fue un golpe de élite. Incluso después de una segunda convulsión de 1945, las “grandes” familias sobrevivieron. Esta clase dominante abrumadoramente masculina se define por el nacionalismo y la convicción de que Japón es especial. No creen que Japón fue el agresor en la guerra, sino su víctima.
Por poner un ejemplo, el ex primer ministro Shinzo Abe, asesinado el año pasado, era hijo de un ministro de Relaciones Exteriores y nieto de otro primer ministro, Nobusuke Kishi. El abuelo Kishi fue miembro de la junta de guerra y fue arrestado por los estadounidenses como presunto criminal de guerra. Pero se libró de la condena y a mediados de la década de los 50, ayudó a fundar el Partido Liberal Democrático (PLD), que gobierna Japón desde entonces.
Algunas personas bromean con que Japón es un Estado de partido único. No lo es. Pero es razonable preguntarse por qué Japón sigue reeligiendo a un partido dirigido por una élite que anhela desechar el pacifismo impuesto por Estados Unidos, pero no ha logrado mejorar el nivel de vida durante 30 años.
Durante unas elecciones recientes conduje por un estrecho valle fluvial excavado en las montañas dos horas al oeste de Tokio, el territorio del PLD. La economía local depende de la fabricación de cemento y la energía hidroeléctrica. En un pequeño pueblo conocí a una pareja de ancianos que caminaban hacia el colegio electoral.
“Votaremos por el PLD”, dijo el esposo. “Confiamos en ellos, nos cuidarán”.
“Estoy de acuerdo con mi esposo”, dijo su esposa.
La pareja señaló al otro lado del valle un túnel y un puente recientemente terminados que esperan atraer a más turistas de fin de semana desde Tokio.
A menudo se dice que la base de apoyo del PLD está hecha de hormigón. Esta forma de clientelismo es una de las razones por las que gran parte de la costa de Japón está plagada de bloques de concreto y sus ríos están amurallados de este material. Es esencial mantener el bombeo de hormigón.
Estos bastiones rurales son cruciales ahora debido a la demografía. Deberían haberse reducido ya que millones de jóvenes se mudaron a las ciudades para trabajar. Pero eso nunca sucedió. Al PLD le gusta así porque significa que los votos rurales más antiguos cuentan más.
A medida que esta vieja generación fallece, el cambio es inevitable. Pero no estoy seguro de que signifique que Japón se volverá más liberal o abierto.
Los japoneses más jóvenes tienen menos probabilidades de casarse o tener hijos. También es menos probable que hablen un idioma extranjero o hayan estudiado en el extranjero, al contrario que sus padres o abuelos. Solo el 13% de los puestos gerenciales en Japón lo ocupan mujeres y ni tan siquiera 1 de cada 10 llega al poder como diputada.
Cuando entrevisté a la primera mujer gobernadora de Tokio, Yuriko Koike, le pregunté cómo planeaba que su administración ayudara a abordar la brecha de género.
“Tengo dos hijas que pronto se graduarán de la universidad”, le dije. “Son ciudadanas japonesas bilingües. ¿Qué les dirías para alentarlas a quedarse y hacer sus carreras aquí?”
“Les diría que si yo puedo tener éxito aquí, ellas también pueden”, contestó.
Yo no pude evitar pensar: “¿Eso es todo lo que tienes para decirles?”
Y sin embargo, a pesar de todo esto, voy a extrañar Japón, que me inspira tanto cariño como habituales brotes de exasperación.
En uno de mis últimos días en Tokio, fui con un grupo de amigos a un mercadillo de fin de año. En un puesto rebusqué entre cajas de hermosas herramientas antiguas para trabajar la madera. A poca distancia, un grupo de mujeres jóvenes vestidas con hermosos kimonos de seda estaba charlando. Al mediodía nos metimos en un pequeño restaurante almorzar un menú del día compuesto de caballa a la parrilla, sashimi y sopa de miso. La comida, el entorno acogedor, la amable pareja de ancianos que se preocupaba por nosotros, todo se había vuelto tan familiar, tan cómodo.
Después de una década aquí, me he acostumbrado a cómo es Japón y he llegado a aceptar el hecho de que no está a punto de cambiar.
Sí, me preocupa el futuro. Y el futuro de Japón tendrá lecciones para el resto de nosotros. En la era de la inteligencia artificial, menos trabajadores podrían impulsar la innovación; Los agricultores ancianos de Japón pueden ser reemplazados por robots inteligentes. Grandes partes del país podrían volver a la naturaleza.
¿Japón se desvanecerá gradualmente en la irrelevancia o se reinventará a sí mismo? Mi cabeza me dice que para prosperar de nuevo, Japón debe aceptar el cambio. Pero me duele el corazón al pensar en perder las cosas que lo hacen tan especial.
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