El secretismo que rodea al Cecot, la megacárcel símbolo de la guerra de Bukele contra las pandillas
El secretismo que rodea al Cecot, la megacárcel símbolo de la guerra de Bukele contra las pandillas
- Angélica dice que tenía ya un presentimiento, pero fue aquel video el que confirmó sus sospechas. Lo habían compartido en un grupo de Facebook y lo revisó con paciencia, cuadro a cuadro.
Pasado el minuto 25, al ver a aquel hombre sentado con las piernas cruzadas estrecharle la mano a su vecino de litera, lo paró en seco. Retrocedió y dejó avanzar unos segundos antes de volver a pulsar stop .
Aunque tuviera la cabeza rapada y estuviera vestido, como el resto de los presos, únicamente con una calzoneta blanca, no tuvo dudas: era su marido Darwin.
No lo había visto desde su detención el 30 de marzo de 2022, hacía ya 11 meses.
Esas imágenes eran la primera prueba de que había sido trasladado al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) , la megaprisión inaugurada por el presidente Nayib Bukele el 31 de enero de 2023, que se ha convertido en un símbolo de su “guerra contra las pandillas” y de la política de seguridad que le ha dado una popularidad sin precedentes a nivel nacional e internacional.
El apoyo a Bukele se basa sobre todo en la drástica reducción de homicidios que se ha registrado desde que comenzó su gobierno en el que llegó a ser el país más violento del mundo.
Son muchos los que destacan ese cambio y respiran aliviados, sobre todo en los barrios antes controlados por las pandillas, donde “ver, oír y callar” era la regla, y los vecinos pueden ahora cruzar las fronteras invisibles que estas impusieron históricamente sin sufrir hostigamiento y sin miedo a represalias.
Sin embargo, cinco meses después de su inauguración, el Cecot es también un exponente del hermetismo y las acusaciones de opacidad del régimen de excepción aprobado tras 76 asesinatos registrados en solo 48 horas en marzo de 2022.
Desde que comenzó, casi 70.000 personas han sido detenidas, una serie de garantías están suspendidas y existen numerosas denuncias de atropellos a los derechos humanos, desde arrestos arbitrarios y torturas hasta muertes bajo la custodia del Estado.
Son miles los salvadoreños que llevan meses sin saber de sus familiares detenidos y que, como Angélica, los buscan en videos, fotografías, o asomándose a pequeños agujeros en los muros de las prisiones a las que logran acercarse.
Muro de la cárcel de Ilopango en San Salvador
El Cecot fue presentado a los salvadoreños en cadena nacional de radio y televisión, como “la cárcel más grande de toda América”.
Tiene, según el gobierno, capacidad para 40.000 presos , y es exclusiva para los “perfilados como altos rangos” de la Mara Salvatrucha (o MS-13) y las dos facciones del Barrio 18, pandillas rivales que fueron aumentando su poder durante décadas con el reclutamiento de jóvenes y el control de territorios, y sembraron terror, división y muerte en la nación centroamericana.
Tras aparecer en los medios recorriendo sus instalaciones, Bukele la destacó en Twitter, su plataforma favorita para promocionar los resultados de su administración:
“El Salvador ha logrado pasar de ser el país más inseguro del mundo, al país más seguro de América”.
“¿Cómo lo logramos? Metiendo a los criminales en la cárcel. ¿Hay espacio? Ahora sí. ¿Podrán dar órdenes desde adentro? No. ¿Podrán escapar? No. Una obra de sentido común,” agregó.
Con un despliegue mediático similar, el 24 de febrero se anunció la entrada de 2.000 internos a la prisión y el 15 de marzo el de otros tantos, los dos únicos traslados de los que se tiene conocimiento público hasta la fecha.
Entre esas imágenes oficiales de hombres semidesnudos a ratos corriendo agachados, a ratos sentados muy pegados, fue que identificó Angélica a su marido, un hondureño que había sido deportado de EE.UU. en 2018 tras cumplir una condena por robo y que posteriormente emigró a El Salvador, donde no cuenta con antecedentes penales.
“Lo reconocí por los tatuajes”, los mismos que llevaron a su arresto por “agrupaciones ilícitas”, un delito que en El Salvador abarca no solo a los que lideran o participan en las pandillas sino a quienes obtienen “provecho indirectamente” de las relaciones con ellas, sea cual sea su naturaleza.
Es por esa grabación —y porque tiene un recibo que prueba que ingresó ante la Dirección General de Centros Penales US$90 para gastos de su marido en la cárcel— que está convencida de que su esposo pasa sus días en una de las 256 celdas de la gigantesca prisión.
Vista aérea del Centro de Confinamiento del Terrorismo/Presidencia de El Salvador.
Tras la bullada apertura, pero antes de los traslados de prisioneros, varios medios ingresaron al Cecot, pero la información pública de las condiciones en que viven los allí ingresados es escasa, sino inexistente .
L cadena BBC de Londres recibió una negativa a su solicitud de visitarla. Y hasta el momento de publicación de este reportaje, la entrevista pedida al presidente Bukele u otro representante del Ejecutivo para hablar de las preguntas surgidas en los últimos meses sigue “pendiente”.
Pero a partir de videos (del gobierno y de la prensa) fotografías, entrevistas con autoridades y datos contrastados por un técnico involucrado en la construcción y cuya identidad no revelamos por seguridad, hemos recreado detalles de la megacárcel para intentar dar mayor contexto de su dimensión.
Los metros cuadrados que cada preso tendría es precisamente una de las interrogantes sobre la que no se ha obtenido respuesta.
De acuerdo a lo afirmado por Héctor Saldaña, ingeniero de Centrales Penales de El Salvador, en una entrevista con la revista colombiana Semana realizada dentro del Cecot, “cumplimos las normas internacionales a nivel latinoamericano (…) Damos el cumplimiento de más de 2,5 metros cuadrado por privado de libertad”.
Pero planos vistos indican que cada celda mide 7,4 por 12,30 metros, es decir 91,02 metros cuadrados, lo que se traduce en apenas 0,58 metros cuadrados por persona.
El Comité Internacional de la Cruz Roja recomienda 3,4 metros cuadrados por prisionero en una celda grupal, según la última edición de su guía sobre agua, saneamiento, higiene y hábitat en prisiones.
Esas recomendaciones están dirigidas a autoridades de todo el mundo, si bien la Cruz Roja mantiene conversaciones privadas y unilaterales con gobiernos y esos intercambios, así como cualquier recomendación específica, tienen carácter confidencial.
Esto es especialmente relevante si se toma en cuenta que aunque en videos oficialistas ha aparecido una fábrica en que los prisioneros trabajarían eventualmente, las mismas autoridades han explicado que las celdas están concebidas para que los presos pasen ahí el mayor tiempo posible, y solo salgan para ir a la sala de audiencias por videoconferencia o a aislamiento.
En las celdas comunes, la luz natural proviene de los tragaluces, las celosías y los techos curvos de los pabellones, que son también la única fuente de ventilación en un país en el que la temperatura puede superar los 30 grados centígrados, con una humedad relativa del 60%.
Los techos curvos son uno de los puntos de entrada de luz natural.
En el calabozo de castigo solo hay una plancha de cemento que hace de cama, una pila de agua, y un retrete.
El viceministro de Justicia y director general de Centros Penales, Osiris Luna, señaló en un video promocional que el preso que sea llevado ahí irá esposado y permanecerá casi a oscuras, salvo por un pequeño y redondo orificio en el techo.
A la fecha se desconoce si hay reclusos viviendo en esas condiciones.
En el Cecot “ no se han construido patios , no se han construido áreas de recreación para los reos”, informó en su momento el ministro de Obras Públicas, Edgar Romeo Rodríguez Herrera, lo que contraviene lo dictado por las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, aprobadas en 2005 por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
También llamadas Reglas Nelson Mandela en homenaje al expresidente sudafricano —quizá el preso más conocido del siglo XX—, estas normas proporcionan a los Estados directrices para proteger los derechos de las personas privadas de libertad.
Y establecen, entre otras cuestiones, que “todo recluso deberá tener por lo menos una hora diaria de ejercicio adecuado al aire libre” (regla 23).
En el nuevo complejo penitenciario tampoco hay espacios conyugales, a diferencia de otros centros penales. “No hay visita íntima ni visitas familiares. Eso está prohibido para este tipo de personas”, zanjó el viceministro Luna en el recorrido televisado en el que acompañó a Bukele.
Esas descripciones oficiales despiertan preocupación entre expertos.
“No tener comunicación con la familia hace que su sanción se extienda a personas inocentes”, explica Miguel Sarre, exmiembro del Subcomité de las Naciones Unidas para la Prevención de la Tortura y alguien con amplia experiencia en la supervisión de sistemas penitenciarios.
La información sobre los procesos de licitación y asignación de las obras, así como de los costos de construcción y funcionamiento, fue declarada bajo reserva por parte del gobierno.
Una serie de leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa —controlada por el oficialismo— permite acelerar dichos procesos y disminuye los controles sobre ellos.
El ministro de Justicia y Seguridad Pública, Gustavo Villatoro, explicó en una entrevista con Americano Media en febrero que fue posible construirla en 7 meses “gracias a unir los constructores más grandes que tiene el país y ponerlos en función de generar esto en tan corto plazo (…) Muchas obras de construcción, de desarrollo urbanístico o de torres de apartamento en el país se quedaron sin mano de obra y en algún momento de la construcción incluso nos quedamos sin cemento a nivel nacional, porque todo lo estaba absorbiendo la construcción de este megacentro penal”.
Ese mismo mes, poco después de la inauguración del Cecot, la BBC tuvo la oportunidad de hablar con él.
“Para nosotros, representa el mayor monumento a la Justicia que jamás hayamos construido. No hay nada que esconder”, dijo en esa entrevista.
Cuatro meses después de esas declaraciones, volvemos a El Salvador y viajamos hasta las inmediaciones del centro penal.
Nos detenemos a comprar agua en una venta de comida y bebidas, la única en kilómetros a la redonda, estratégicamente situada en el cruce de la carretera principal a Tecoluca y la calle que lleva al Cecot.
Ya a primera hora —y eso en El Salvador es las seis de la mañana— hay allí, tomando café, media decena de custodios que trabajan en la cárcel y policías y militares de los retenes de alrededor.
Desde una de sus mesas de plástico podemos observar, a unos 500 metros, uno de esos controles para acceder a las instalaciones de la prisión, que solo personal autorizado puede cruzar.
Sentado junto a nosotros, un policía con gafas oscuras apura su taza y nos confirma que desde enero ha aumentado el personal de seguridad en la zona.
“Ni El Chapo (Guzmán, conocido por sus sonadas huidas de cárceles de máxima seguridad) podría escapar de ahí”, asegura, haciéndose eco del discurso del gobierno sobre la faraónica obra.
Así se ve el muro externo del Cecot.
Un poco antes del mediodía, cuando ocho mujeres no den abasto llenando la pila de envases de polietireno con el pollo asado, el arroz y las dos tortillas que servirán de almuerzo al personal del Cecot, tomaremos el camino sin asfaltar que lleva a la comunidad del Buen Amanecer.
Y desde esta zona de casas de lámina y suelo de tierra, a la que sus habitantes se mudaron hace unos dos años porque les cedieron el terreno pero no las escrituras, distinguiremos entre los árboles y bajo el imponente volcán Chichontepec un par de torres de vigilancia de la megacárcel y el brillo del techo abovedado de los pabellones.
Es imposible acercarse más.
Su estado de ánimo contrasta con el de María, de 23 años, a la que encontramos no muy lejos de allí, en su casa de El Maniadero, otra de las comunidades de los alrededores.
Su madre no está. Desde que arrestaron por “agrupaciones ilícitas” a su pareja, quien paradójicamente trabajó durante seis meses en la construcción del penal, suele ir al mercado a hacer y vender tortillas de lunes a viernes.
“Yo voy los fines de semana”, nos cuenta la joven, sentada junto al fuego en el que luego preparará la comida y que eleva a la máxima potencia el calor pegajoso del mediodía.
“El resto del tiempo lo paso en la casa o donde mi tía”.
No se arriesga a salir, dice, por miedo a que le pase lo de su padrastro o su amiga Jessica, a la que la policía se llevó bajo el régimen de excepción dejando atrás una niña de 3 años.
La de las detenciones es —junto a los rumores sobre que el agua corre sucia en el arroyo desde la construcción del Cecot y de que en algún momento los desalojarán porque van a levantar un penal para mujeres en el área— una conversación recurrente entre los vecinos los barrios construidos sobre lo que antes fue la vía del tren.
68.294 personas han sido apresadas desde que se inició el régimen de excepción, de acuerdo a cifras del 4 de mayo del Ministerio de Seguridad, las más recientes.
Y aunque el Cecot es la cárcel más simbólica, la mayoría de los arrestados no está ahí, sino en alguna otra prisión en detención preventiva. Algunos llevan meses, hasta más de un año, en esa situación.
Ya antes de esos arrestos, El Salvador encabezaba las estadísticas globales de los países que más encarcelan y su sistema penitenciario sufría de hacinamiento crónico.
Tanto, que en 2016 la Corte Suprema salvadoreña declaró inconstitucional la situación de abarrotamiento en las cárceles, estableciendo que vulneraba “el derecho fundamental a la integridad personal”.
Para tratar de aliviar la sobrepoblación, entre abril de 2015 y marzo de 2019 se inauguraron nueve centros que aumentaron la capacidad del sistema penitenciario en 16.296 plazas.
Pero fue como poner tiritas a una hemorragia arterial.
“Aquí entran sanos y salen enfermos”, nos dice un policía que habla apretando los dientes mientras hace guardia en la entrada del Centro Penal La Esperanza, más conocido como “Mariona”.
Nos hemos acercado a preguntar al escuchar que un hombre viene a recoger a un interno al que tuvieron que cortarle el pie por una complicación derivada de su diabetes y que va a salir libre esa misma tarde.
Escáner corporal en el interior del Cecot.
El Cecot es la primera cárcel construida en el gobierno de Bukele , y él ha insistido en que tiene a su servicio la tecnología punta de una prisión “del primer mundo”, con sistemas de escaneo a la entrada para detectar cualquier objeto ilegal que traten de introducir los detenidos y una vasta red de vigilancia y control, que incluye una sala de armas con numeroso arsenal.
Pero no todos comparten su visión.
“Aunque tenga algunos elementos más avanzados, no es moderna”, rebate Abraham Ábrego, director de litigio de Cristosal, la principal organización de defensa de los derechos humanos de la sociedad civil en El Salvador.
Antonio Durán, juez segundo de sentencia de Zacatecoluca y uno de los pocos magistrados abiertamente crítico con la administración Bukele y su régimen de excepción, concuerda y va más allá.
“En un Estado de derecho la privación de libertad es el castigo. Se castiga al delincuente privándolo de libertad”, dice.
“Pero aquí se entiende que se le priva de libertad para ser castigado adentro de la prisión. Y eso no solo es erróneo sino que además es delictivo. Es tortura”.
Ángeles cree que su hermano está en el Cecot porque lo reconoció, como Angélica a su esposo, en las imágenes de uno de los traslados de presos a la megacárcel.
“Abrí mi Facebook y ahí lo vi, todo golpeado, casi desnudo, en boxer, y me puse muy mal”, cuenta sentada en su casa de Santa Ana, unos 70 kilómetros al oeste de la capital.
Está exhausta tras pasar el día comprando mercadería para la venta informal.
Retirado de la pandilla en 1995 —asegura la mujer—su hermano llevaba años regentando una pequeña tienda en ese mismo barrio cuando el 13 de abril de 2022 varios agentes llegaron a su casa y se lo llevaron a comisaría.
No volvió a saber de él. Hasta que lo identificó en la red social.
Glenda y Heidy están convencidas de que su hermano y su marido, respectivamente, corrieron la misma suerte. También fueron arrestados en abril de 2022, y llevados primero a la delegación policial, luego a la cárcel de Izalco.
Ellas no los han identificado en ningún video, pero creen haber obtenido otro tipo de corroboración de que están en el Cecot.
“Yo llamé y llamé y en una de esas uno de los custodios me lo confirmó. Y también mandé a una persona a verificar al penal si era cierto que lo habían movido. Me quedé con la boca abierta cuando me contaron”, detalla Glenda.
El rastreo ha sido particularmente difícil para estas mujeres que viven en Estados Unidos. “Pero si una no anda detrás de su familiar apresado, puede que se muera y una no se entere”, sigue Glenda, quien se niega a resignarse.
L BBC habló con decenas de familiares de apresados bajo el régimen de excepción y el relato se repite.
Muchos, sobre todo hombres, han sido sacados de sus casas sin que les mostraran orden de allanamiento o de detención, llevados a una audiencia virtual junto con decenas de detenidos y el juez dictó prisión preventiva mientras la Fiscalía investiga si hay pruebas para una acusación formal.
Tras una serie de reformas legales, actualmente esa fase de instrucción se puede alargar meses, incluso años.
“Al principio la gente creía que su familiar iba a regresar a los 15 días. Luego, que a los seis meses. Después de la detención comienza el calvario para las familias: van al puesto de la delegación policial más cercano, a la primera cárcel, a la segunda, a la Procuraduría…”, explica Zaira Navas, ex inspectora general de la Policía y actual coordinadora de Cristosal en el análisis del régimen de excepción.
“Además, no hay un registro centralizado donde la familia pueda llegar y decir: ‘Me detuvieron a mi hijo en el departamento de Usulután y quiero saber en qué penal está”, prosigue.
La BBC pudo atestiguar esa angustiosa búsqueda cuando recorrió distintas cárceles y habló con salvadoreños que llegan hasta las mismas puertas cada semana a preguntar por sus familiares detenidos, esperan sentados durante horas como en la de Apanteos, o miran por los agujeritos del muro exterior cada vez que hay traslado de presos, como en la de Ilopango.
Mujeres mirando a través de un agujero del muro de la cárcel de Ilopango, en San Salvador.
Navas encabeza un equipo que investiga cientos de denuncias por posibles violaciones de derechos humanos durante el periodo de excepción.
El informe que presentaron el 29 de mayo, elaborado a partir de una exhaustiva investigación y que dio la vuelta al mundo, concluye que en el primer año de dichas medidas decenas de reos han muerto por torturas, golpes o falta de atención sanitaria en las cárceles del país.
El gobierno no ha respondido de forma pública al informe. Pero el comisionado de Derechos Humanos Andrés Guzmán Caballero, quien asumió el cargo el 24 de mayo, reconoció tras ser cuestionado durante un evento en el que participaba por el medio salvadoreño La Prensa Gráfica que el reporte es “preocupante”.
“Cerramos el 10 de mayo de 2023 con 0 homicidios a nivel nacional. Con este, son 365 días sin homicidios, todo un año”, anunció Bukele en Twitter durante esa jornada.
Pasaron cinco días y un policía muerto rompió la estadística.
“Los pandilleros que aún quedan en nuestro país acaban de asesinar a uno de nuestros héroes” , tuiteó entonces el presidente salvadoreño.
“Pero ahí no dirán nada las ONG de ‘derechos humanos’, ellos solo velan por los derechos de los criminales. ¿Ven por qué debemos continuar con el régimen de excepción hasta terminar por completo con esta peste? Este cobarde asesinato no quedará impune. Los haremos pagar caro lo que hicieron” , prosiguió.
Y a las horas insistió: “Que sepan todas las ONG de ‘derechos humanos’ que vamos a arrasar con estos malditos asesinos y sus colaboradores, los meteremos en prisión y no saldrán jamás”.
Esa combinación de tuits es un buen reflejo de la política de seguridad impulsada por Bukele, quien encabeza el Ejecutivo salvadoreño desde julio de 2019.
El suyo no es el primer gobierno de El Salvador con estrategias de “mano dura”, pero con su guerra frontal ha conseguido desarticular las pandillas, tal como lo proclaman funcionarios y lo reconocen expertos y organizaciones en terreno.
Las pandillas “tenían territorio, población, impartían su justicia, con armas, pero impartían justicia, tenían recaudación… Definitivamente luchamos contra un Estado paralelo, y ese Estado paralelo, para bien de los más de 6 millones de salvadoreños, está destruido”, le dijo el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, en la entrevista concedida a principios de año.
Es algo evidente en las calles, como pudo se comprobar en dos visitas al país, en febrero y junio.
Los pequeños negocios locales ya no pagan la “renta” exigida por estos grupos de bandidos, los vecinos vuelven a cruzar las líneas — invisibles, pero que ellos conocían bien—que delimitaban territorios contrarios y los repartidores de comida llegan a esas comunidades que durante años fueron impenetrables para foráneos y la policía.
“Mis hijos no podían jugar en la calle o en los parques. Crecieron encerrados”, dijo Audelia Rosales, una maestra que vive en uno de esos barrios, La Campanera, desde la década de los 90.
Audelia Rosales le dijó a la BBC que La Campanera cambió a mejor.
Son lugares que empiezan a perder su imagen violenta. “Durante años no dije dónde vivía. Muchas veces la gente no encontraba trabajo porque el estigma de vivir aquí era grande. Pero ahora sí lo digo con orgullo”.
Son estos los resultados que han convertido a Bukele en toda una figura mediática internacional y un modelo de las políticas contra la violencia para ciertos sectores de la política más allá de su país.
Y de fronteras para adentro le ha valido un aplastante 92% de opinión favorable , según una encuesta de CID Gallup del pasado enero.
También negó que las fuerzas del orden estén deteniendo a ciudadanos solo por tener tatuajes o por una llamada anónima.
Aunque reconoció que, con una operación de esas dimensiones en marcha, es posible que se haya cometido algún error y arrestado a algunas personas sin vínculos con la Mara Salvatrucha o el Barrio 18. Y añadió que miles ya fueron liberados, “tras revisarlo siguiendo el debido proceso legal en los tribunales” y probarse “que no han tenido vínculo alguno con las pandillas”.
Mientras, en su visita al país, se constató que hablar de vulneraciones de derechos humanos parece secundario para muchos salvadoreños, quienes se centran en destacar la evidente mejoría en la seguridad de una nación que, tras asfixiarse con una tasa de 106,3 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2015, cerró 2022 con 7,8, según cifras oficiales.
Pero para algunas familias el tema ha sido más complejo de lo que esperaban.
“Yo le decía a mi marido que ahora, con el régimen, todo iba a ir bien, porque vivíamos en un sector (controlado por una pandilla) y trabajábamos en otro (sector dominado por la contraria)”, nos contó a las puertas del capitalino Centro Penal La Esperanza, “Mariona”, una mujer que durante años sufrió hostigamiento por parte de estos grupos.
Pide libre medio día en el trabajo y llega cada miércoles con sus dos hijos a preguntar por su esposo, quien se encuentra en ese centro penitenciario y del que hace meses no sabe nada.
“¿Quién me iba a decir que en unas semanas se lo iban a llevar a él?”, se lamenta.
“A la gente no le importa que se violen los derechos de los demás, siempre y cuando ellos estén bien y seguros”, comenta sobre esto Antonio Durán, el juez segundo de sentencia de Zacatecoluca.
“Pero la cuestión de las garantías es que son intersubjetivas: en la medida que los demás están protegidos, también lo estamos nosotros. Y en la medida en que los demás están desprotegidos, en esa misma medida, todos lo estamos”.
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