¿Qué pasa dentro de nosotros cuando miramos a nuestros antepasados muertos?
¿Qué pasa dentro de nosotros cuando miramos a nuestros antepasados muertos?
Una momia de más de mil años hallada en el sitio de Cajamarquilla (Perú), en abril de 2023.
RAUL SIFUENTES (GETTY IMAGES)
– A través de las ‘momias’ incas, el historiador Christopher Heaney reconstruye en ‘Empires of the Dead’ la historia de la colonización, el capitalismo y el nacimiento de la antropología, y expone las emociones y acciones que los muertos prehispánicos han inspirado en los vivos
El inca Huayna Cápac llevaba muerto tres décadas cuando su sobrino nieto, el joven mestizo Inca Garcilaso de la Vega, fue a conocerlo en persona. Huayna Cápac había sido el hombre más temido y poderoso del continente y, como tal, su cadáver había recibido un tratamiento que prolongaba su presencia en el mundo de los vivos. Si no hubieran llegado los españoles, su cuerpo habría permanecido en su propio palacio, recibiendo veneración y comunicándose a través de una intérprete. Pero, en medio de los saqueos y las batallas de la Conquista, el cuerpo del antiguo inca estaba cautivo en casa del corregidor español Polo de Ondegardo, en el Cusco, convertido en un objeto mudo e indescifrable para la mirada europea.
No parecía muerto, escribieron los cronistas, y hasta conservaba pestañas y cejas. Lo mismo ocurría con el inca Pachacútec, cuyos ojos cubiertos por una membrana de oro lucían naturales y su cráneo de cabello largo estaba intacto, salvo por una incisión fruto de una probable cirugía. ¿Adónde pertenecían seres de semejante naturaleza? ¿Había lugar para ellos en el mundo que acaba de comenzar? A diferencia de otros conquistadores ansiosos por el saqueo y la destrucción de esos “ídolos”, el corregidor Ondegardo creía que estudiar las costumbres incas podía facilitar la Conquista. Así que incautó cinco momias reales y las instaló en su casa, como una especie de primer laboratorio o museo antropológico.
Los incas no solo habían perfeccionado las técnicas de preservación de cadáveres, sino también las de cirugía craneal, siguiendo una tradición de seis a ocho mil años de prácticas para prolongar la vida incluso más allá de la muerte, como explica el historiador Christopher Heaney, profesor de la Universidad Estatal de Pensilvania, en su reciente libro Empires of the Dead (Imperios de los muertos). Ondegardo no tenía capacidad para entender un conocimiento así de desafiante. Pero sabía que un familiar de los incas, el joven Garcilaso, iba a marcharse a España y organizó un encuentro.
La portada del libro de Christopher Heaney,
‘Empires of the Dead’ (Oxford University Press, 2023).
OXFORD UNIVERSITY PRESS
Años más tarde, cuando ya era un escritor establecido en España, el viejo Garcilaso recordaría con cierta frustración el encuentro con Huayna Cápac, pues no había tenido la curiosidad suficiente para averiguar más sobre la fascinante conservación de su ancestro. Huayna Cápac terminaría desapareciendo en un hospital de Lima, décadas más tarde. Pero el día en que estuvieron cara a cara, Garcilaso se animó a tocar un dedo del viejo inca. Le pareció duro como “una estatua de palo”. Sus palabras traslucían una mezcla de melancolía, rabia y ansiedad frente a un mundo que se deshacía sin que él pudiera comprenderlo.
¿Qué pasa con nosotros, dentro de nosotros, cuando miramos a nuestros antepasados muertos? La respuesta tiene que ver con quién mira, quién es mirado y el contexto histórico del contacto: desde el Inca Garcilaso tocando a Huayna Cápac (Comentarios Reales, 1609), hasta la escritora Gabriela Wiener confrontando los saqueos de su antepasado Charles Wiener, en un museo francés (Huaco retrato, 2021), o el escritor aymara Quispe Flores (Ciudad Apacheta, 2023) sintiendo que tiene más conexión con los huesos encerrados en una vitrina que con el país que los exhibe con orgullo. En Empires of the Dead, Heaney documenta medio milenio de relaciones entre vivos y muertos en lo que hoy llamamos América, un periodo en que los últimos han sido venerados, saqueados, quemados, llorados, coleccionados, “cosechados”, exportados, acumulados, subastados, exhibidos, disputados y hasta repatriados. A través de las momias incas, Heaney reconstruye la historia de la colonización, el capitalismo y el nacimiento de la antropología, y al mismo tiempo expone las emociones y acciones que los muertos prehispánicos han inspirado en los vivos. “Los ancestros y restos andinos”, escribe, “tienen el poder de conmover y transformar a quienes los despiertan”.
El libro de Heaney es un catálogo de miradas y puntos de vista. En el siglo XVII, cuenta, los sacerdotes españoles veían en esas momias paganismo y las buscaban para quemarlas en grandes hogueras. Las personas indígenas, muchas veces obligadas a atestiguar esos espectáculos, lloraban ante la destrucción de sus abuelitos. Vivos y muertos experimentaron la violencia de la conquista. En 1687, el cirujano Lionel Wafer intentó trasladar la momia de un niño de diez años, convencido de que el hallazgo cimentaría su carrera científica en Londres. Los marineros, por el contrario, temían que aquel cadáver fuera un portador de maleficios capaces de hundir su embarcación, y lo lanzaron al océano.
Los políticos republicanos han puesto a las momias a trabajar al servicio de la burocracia nacional. El general San Martín, que acaba de lograr la Independencia del Perú en 1821, envió una momia recién desenterrada al rey de Inglaterra, como un regalo ideal para establecer relaciones diplomáticas con su país. Creía que la momia sería expuesta en un lugar especial en el Museo de Londres, pero los burócratas ingleses no vieron nada extraordinario en aquel conjunto de huesos y lo enviaron a un museo médico, donde finalmente desapareció.
Los científicos de Estados Unidos habrían agradecido aquel regalo desaprovechado. Obsesionados en demostrar que la raza blanca era superior y, por tanto destinada a dominar a las demás, cirujanos como George Morton coleccionaban compulsivamente cráneos de “antiguos peruanos”. Los medían y sacaban conclusiones racistas. El arqueólogo quechua Julio C. Tello, por el contrario, halló en los cráneos trepanados la prueba de que los peruanos antiguos practicaron la cirugía cerebral con resultados más exitosos que los médicos europeos modernos. Para Heaney, el aporte científico de Tello se vuelve épico por su espíritu antirracista: no solo proponía una nueva forma de mirar a los muertos, sino también a las poblaciones que descendían de ellos.
Como cuenta Heaney, muchos colegas en el Perú y los Estados Unidos despreciaban a Tello pues lo consideraban un indio insolente, alguien cuyo lugar en la sociedad no era estudiar sino ser estudiado. Tello entendía que el sentido de autoridad de aquellos académicos blancos no provenía de sus méritos, sino de una larga historia de silenciamiento del trabajo y el pensamiento indígena. Un día, cuando era adolescente, encontró en un libro la imagen de un cráneo con huellas de trepanación que le resultó familiar: era el mismo que su padre había encontrado y conservado durante años en casa, en la provincia andina de Huarochirí. La imagen acompañaba un artículo firmado por dos científicos, uno limeño y otro estadounidense, pero no decía nada sobre su verdadero descubridor. En la imagen impresa de aquel cráneo, Tello vio a su padre silenciado. Más adelante, cuando por fin pudo sostener un cráneo en sus propias manos, sintió “el mensaje de la raza cuya sangre” corría por sus venas. A partir de ese momento, recordaría, “me convertí en antropólogo”.
El abridor de tumbas y coleccionista estadounidense George Kiefer (izquierda)
con el arqueólogo sueco Knut Hjalmar Stolpe (centro) y su equipo en 1884.
MUSEO NACIONAL DE ETNOGRAFÍA DE ESTOCOLMO
Como muchos peruanos, estudié a Tello y sus descubrimientos en la escuela secundaria, pero nunca repasamos las escenas personales que Heaney describe en su libro. Los profesores no hacían hincapié en la identidad de indígenas universales como Julio C. Tello o el poeta César Vallejo, que se habían llamado indios o cholos en un gesto de desafío y reivindicación. Pero en los años noventa, cuando me eduqué, la única forma de hablar de “indios” o “cholos” en la escuela era cuando nos insultábamos, como si toda nuestra indigenidad y el orgullo que debíamos sentir hubieran sido enterrados por décadas de racismo y vergüenza. Los académicos y burócratas de la educación habían silenciado a Tello.
¿Qué hacer? Heaney tiene un talento especial para trasladar el relato histórico al territorio de las ansiedades contemporáneas, de manera que aquella pregunta aflora en diversos momentos, como un rumor que invita a cerrar el libro de golpe para pasar a la acción. Aquí es donde Heaney sugiere que nos detengamos para volver a pensar lo que sabemos y lo que creemos que sabemos. El autor cuenta que, en 2014, una joven llamada Madeleine Fontenoit entró a trabajar a un museo de Texas, emocionada porque sabía que allí guardaban una “momia inca” que ella se moría de ganas de ver. Cuando la directora abrió la caja que contenía aquel tesoro, Fontenoit se topó con una verdad inesperada. Ahí dentro reposaba una niña de seis a ocho años, “tan fuera de lugar”. A partir de entonces, se obsesionó con enviar aquel cuerpo de regreso a casa. Pensemos. ¿Cuál es el hogar actual para una persona enterrada varios siglos antes, en otro mundo, en otra era? La niña finalmente fue trasladada al Perú. Las autoridades la enviaron al Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia, donde fue conducida a un depósito. ¿Era allí donde realmente pertenecía?
Todo cadáver profanado fue alguna vez una persona a la que se le arrebató el descanso final. Occidente descubrió esta parte del mundo en 1492 pero tardó varios siglos en aprender a mirar con respeto a quienes habitaron y habitamos esta tierra. El libro se llama Empires of the Dead porque discute el impacto de los sucesivos imperios hasta llegar a los Estados Unidos, cuyos museos y universidades (Harvard, Yale, Pennsylvania, por citar algunas) usaron al Perú como fuente de acumulación y de conocimiento. Heaney nos sitúa en una escena clave. Es el año 1965 en Washington, y el museo Smithsonian inaugura su Salón de Antropología Física. Allí resalta una pared cubierta con 160 cráneos de “antiguos peruanos” que da cuenta del crecimiento exponencial de la población humana. Las cabezas componen una especie de hongo, dice Heaney. Cada tres unidades representan a trescientos millones de personas. Pero para los organizadores, los cráneos en sí mismos no tienen significado alguno. Pudieron haber usado pelotas de tenis o manzanas y habría dado lo mismo. El director del museo le explicó sus motivos a un reportero: “Usamos cráneos peruanos porque tenemos muchos”.
La historia de cómo esos cráneos llegaron al Smithsonian es en parte la trágica historia del Perú republicano, un país cuyas leyes y autoridades han promovido activamente el saqueo y la excavación de nuestros muertos prehispánicos. Entre 1839 y 1929, por ley, cualquier persona podía abrir tumbas, quedarse con los hallazgos e incluso exportarlos. Exploradores como Alĕs Hrdlička o Hiram Bingham enviaron a los Estados Unidos remesas inmensas con momias y cráneos. El país entero era una tumba abierta. Bastaba hundir las manos en las arenas de Ancón o Arica para encontrar cadáveres, decían los viajeros. En ese mundo que comenzaba a separarse entre centros industriales y periferias proveedoras de recursos, el Perú era un alegre exportador de materias primas, tan rico en muertos que a veces los cargamentos de guano llegaban a sus destinos mezclados con momias. La explotación de tumbas fue una industria tan boyante que Heaney prefiere compararla con un tipo de minería.
Esa historia ha dejado huellas notorias. El barrio donde crecí se llama Mangomarca, queda en el este de Lima, y su corazón no es una plaza con árboles y banquitas sino una explanada donde sobrevive una vieja pirámide de barro: una huaca, la Huaca de Mangomarca. Nadie en mi barrio conocía su antigüedad (2.000 años). Tampoco había carteles informativos ni prohibiciones, mucho menos un museo; de manera que vivíamos en un tranquilo desconocimiento colectivo sobre nuestra propia historia. Me encantaba recorrer la huaca en bicicleta. Había que tener mucha habilidad para esquivar los numerosos cráteres que la salpicaban. Varias veces sorprendí a parejas de adolescentes besándose en aquellos agujeros misteriosos. No lo sabíamos: vivíamos y amábamos en un gran panteón ultrajado. No solo se habían llevado a los muertos sino la historia misma de lo que había ocurrido.
Mientras leía el libro de Heaney, volví mentalmente varias veces a esa huaca. Al cerrar los ojos, agobiado por la información, imaginaba que aquellos cráteres volvían a llenarse. Que la tierra y sus muertos se reencontraban. Y que juntos, los ancestros y nosotros, comenzábamos a sanar.
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