Comer insectos y tragar bulos: mitos y leyenda sobre la alimentación con bichos
Comer insectos y tragar bulos: mitos y leyenda sobre la alimentación con bichos
Una mujer vende insectos comestibles en Chinatown, Bangkok, Tailandia.
ENZO TOMASIELLO (LIGHTROCKET/GETTY IMAGES)
– La venta de insectos para consumo humano está rodeada de mitos, que van desde supuestos peligros para la salud hasta teorías conspirativas
Desde que la Unión Europea dio luz verde a la comercialización de insectos como alimento, hace seis años, no han dejado de sucederse los bulos: unos aseguran que ya los comemos de forma encubierta en muchos alimentos, como los yogures de fresa, otros insisten en que comer insectos es peligroso para la salud, mientras que otros van más allá y defienden que el uso de insectos como alimento es un plan de las élites a nivel mundial para impedirnos comer carne, enfermarnos y tenernos bajo control. La realidad dista bastante de todo esto, pero es un buen ejemplo de cómo un bulo que parece inocente puede llevarnos a creer en teorías de la conspiración.
Cochinillas en el yogur
Uno de los bulos más populares, y que resurge cada cierto tiempo en las redes sociales, asegura que “comemos cochinillas machacadas en alimentos como los yogures con sabor a fresa, donde se utilizan para dar color rojo, algo que podemos comprobar en la etiqueta, donde figuran con el código E120″.
Sin embargo, ese código no se refiere a un insecto, sino a varios compuestos: rojo cochinilla, ácido carmínico y carmines. Se trata de pigmentos que obtienen a partir de la cochinilla del carmín (Dactylopius coccus Costa), un insecto que crece sobre diferentes tipos de cactus, como las chumberas. Esos compuestos se utilizan desde hace siglos como tintes y colorantes; por ejemplo, en tejidos o lápiz de labios (de ahí el nombre del carmín) y también en alimentos como yogures o productos cárnicos, porque su consumo se considera seguro.
Decir que el yogur contiene insectos machacados, en lugar de aclarar que se trata de los pigmentos extraídos a partir de ellos, es como decir que se añaden remolachas para endulzarlo, cuando lo que se utiliza en realidad es el azúcar obtenido a partir de ellas.
Excrementos de gusano en las chocolatinas
Otro bulo que llama mucho la atención, por razones obvias, asegura que “comemos excrementos de gusano en chocolates y bollería, y lo podemos comprobar en la etiqueta, donde aparecen con el código E904″.
En realidad ese código corresponde a una laca, llamada goma laca o shellac, que se obtiene a partir de una resina secretada por un insecto llamado cochinilla laca (Kerria lacca). Es decir, no son excrementos sino secreciones que este insecto utiliza para protegerse. La diferencia es importante porque los excrementos (y las excreciones) se refieren a la eliminación de compuestos de desecho, como ocurre con las heces o la orina, mientras que las secreciones implican la producción y liberación de sustancias específicas con funciones particulares, como ocurre con la leche de los mamíferos o con la jalea real de las abejas.
La goma laca se utiliza desde hace siglos como agente de recubrimiento para lograr distintos fines. En alimentos permite aumentar la vida útil (por ejemplo, se puede emplear en frutas como manzanas, cítricos o melones para reponer las ceras que tienen en su superficie de manera natural, reduciendo así la pérdida de agua y los daños físicos), facilita su manejo (por ejemplo, evita que las grageas de chocolate se derritan en nuestras manos) y mejora su aspecto (por ejemplo, hace que algunas frutas o productos de confitería resulten más brillantes y atractivos).
Insectos escondidos en alimentos
Nos dice otro bulo que muchos alimentos ya incluyen insectos entre sus ingredientes, pero de forma encubierta, “ya que no se indica en la etiqueta, aunque podemos saberlo porque muestran en su envase el icono de una rana”.
Lo cierto es que, en caso de que se utilicen insectos como parte de la formulación de un alimento, debe indicarse en la lista de ingredientes, tal y como se hace con cualquier otra materia prima. Es decir, no es verdad que se estén empleando de forma encubierta.
Tampoco es cierto que el icono de una rana sea indicativo de la presencia de insectos. En realidad esa figura es el logotipo de Rainforest Alliance, una organización internacional sin ánimo de lucro que, según indica en su web, trabaja para “proteger los bosques y la biodiversidad, tomar acciones sobre el clima, promover los derechos y mejorar los medios de vida de la población rural”. Así, “el sello significa que el ingrediente certificado fue elaborado utilizando métodos que apoyan los tres pilares de la sostenibilidad: social, económico y ambiental”. La organización indica además que se eligió el icono de una rana hace más de treinta años, “porque una población saludable de ranas es un indicador de un ambiente saludable”.
Teorías de la conspiración
En principio estos bulos pueden parecer simples anécdotas sin más repercusión en nuestra vida que la de provocarnos cierto repelús. Pero lo cierto es que las consecuencias pueden ir más allá. Para empezar, generan una desconfianza infundada hacia ciertos productos o empresas, y por extensión hacia el sector de la alimentación, con todo lo que eso puede suponer; por ejemplo, angustia para los consumidores o pérdidas económicas para los productores.
Pero la cosa no queda ahí. Sin ir más lejos, el bulo de la rana asegura que detrás de esa organización está Bill Gates. Y otros bulos afirman que comer insectos “es peligroso” porque la quitina que forma parte de su exoesqueleto “se acumula en nuestro organismo provocándonos cáncer”. Además, se supone que esa quitina “contiene grafeno, que es el material para crear la interface que conectará los cerebros humanos a la nube para que las élites puedan controlarnos”.
Es decir, el discurso viene a ser parecido al de los bulos relacionados con la vacuna del covid y que hablaban de implantes de chips, del 5G, Bill Gates, control mental, negacionismo del cambio climático, la “maléfica” Agenda 2030 y todo lo demás. En resumen, la idea sería que “existe un plan mundial orquestado por las élites para privarnos de la carne y obligarnos a comer insectos con el objeto de enfermarnos y controlar nuestras mentes”. Parece delirante, pero mucha gente cree a pies juntillas en estas teorías de la conspiración.
¿Hay algo de cierto en todo esto?
Generalmente los bulos se construyen mezclando falsedades con verdades a medias para ofrecer afirmaciones creíbles, contundentes y llamativas. Es uno de los motivos que explican su gran alcance. Sin embargo, la realidad suele estar llena de matices y es menos espectacular.
Por ejemplo, no es cierto que Bill Gates esté detrás de la organización Rainforest Alliance: no forma parte de su junta directiva y ni siquiera es uno de sus embajadores. El matiz es que la Fundación Bill & Melinda Gates ha donado dinero en un par de ocasiones a dicha organización, del mismo modo que hace habitualmente con otros organismos a lo largo y ancho del mundo.
En cuanto a la quitina, es un compuesto que se encuentra en el exoesqueleto de insectos y crustáceos, como los grillos o las gambas. Se trata de un hidrato de carbono nitrogenado, es decir, no contiene grafeno. Si esto se menciona en algunos bulos es porque la quitina se puede utilizar como materia prima para obtener ese compuesto, igual que ocurre con otras fuentes de carbono. Eso sí, para ello hay que llevar a cabo un complejo proceso que implica el calentamiento a temperaturas del orden de 800ºC. Así que no es algo que vaya a ocurrir en el interior de nuestro cuerpo.
Nuestro organismo puede degradar la quitina hasta cierto punto gracias a que produce unas enzimas, llamadas quitinasas. Hay que matizar que estas se encuentran en poca cantidad, así que no digerimos toda la quitina que ingerimos, de modo que se comporta como fibra. Eso no supone un problema en los insectos que han sido aprobados para el consumo, a no ser que se ingieran en cantidades desmesuradas, en cuyo caso ese compuesto podría causar una obstrucción intestinal. Es algo parecido a lo que ocurre con la celulosa de los vegetales que comemos: lechugas, manzanas, etc. De hecho, la quitina cumple una función parecida en los hongos, ya que forma parte de sus paredes celulares. Esto significa que cuando comemos setas, como champiñones o boletus, estamos comiendo quitina, algo que no es motivo de preocupación.
¿Por qué se plantea el consumo de insectos?
Hay que recordar que los insectos forman parte habitual de la dieta de más de 2.000 millones de personas en diferentes regiones del mundo, donde se consumen con normalidad desde hace miles de años. Si en nuestro entorno causan rechazo es por una mera cuestión cultural, del mismo modo que aquí comemos cosas que en otros lugares no contemplan ni por asomo, como ocurre con caracoles, riñones o centollos, por poner tres ejemplos. Es más, aquí comemos tranquilamente algunos productos derivados de insectos, como sucede con la miel o el polen de las abejas, pero nos resultan tan familiares que ni siquiera reparamos en ello.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) publicó en el año 2013 un informe donde destacaba papel de los insectos como fuente de alimentación, con un interesante aporte de nutrientes, como proteínas y minerales, y como una forma de combatir el hambre en el mundo, señalando algunas de sus virtudes, como su eficiencia o su menor impacto ambiental con respecto a la carne.
¿Qué riesgos se asocian al uso de insectos como alimento?
En el año 2015, la Comisión Europea encargó a la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) un informe para evaluar su seguridad. Así se pudieron identificar los riesgos más relevantes que pueden estar asociados a los insectos que es necesario controlar para que no estén presentes cuando se destinan a la alimentación: microbiológicos, como bacterias patógenas (Salmonella, Campylobacter, etc.) o parásitos (por ejemplo, Dicrocoelium dentriticum); químicos, como contaminantes ambientales (por ejemplo, metales pesados) o compuestos potencialmente tóxicos producidos por algunos insectos, como glucósidos cianogénicos. También hay que tener en cuenta la posible presencia de compuestos capaces de producir reacciones adversas en personas alérgicas. Es decir, a grandes rasgos, los riesgos a controlar no difieren mucho de los de otros alimentos de origen animal.
Con esta información, la Comisión Europea aprobó en 2018 la comercialización de insectos como alimento, acabando así con el vacío legal que existía hasta entonces. Desde ese momento si un operador económico quiere comercializar un insecto, tiene dos opciones. Debe enviar a este organismo una notificación, si es que pretende comercializar insectos que ya se consumen en la dieta tradicional de terceros países, como ocurre con los chapulines mexicanos, o bien, debe enviar una solicitud, si es que pretende comercializar un nuevo insecto, en cuyo caso se realiza una evaluación mucho más exhaustiva.
Es decir, para que un alimento se permita para el consumo debe evaluarse y aprobarse de forma específica. A día de hoy son cuatro los insectos que están permitidos: gusano de la harina (Tenebrio molitor); langosta migratoria (Locusta migratoria); grillo doméstico (Acheta domesticus), que es una especie diferente al que solemos encontrar por el campo, y larvas del escarabajo del estiércol (Alphitobius diaperinus) que, a pesar de su nombre, no es criado entre heces.
¿Por qué esos bulos son tomados en serio por algunas personas?
Como podemos ver, los insectos no se han aprobado de forma indiscriminada para su uso como alimento. Además, no están desplazando el consumo de carne y, de hecho, se está comenzando a utilizar harina obtenida de insectos para alimentar al ganado. Huelga decir que tampoco existe un plan mundial para enfermarnos con la quitina ni para controlar nuestras mentes a través del grafeno que supuestamente ingeriríamos con esos insectos.
Resulta fascinante que estas teorías de la conspiración tengan seguidores por lo disparatado de sus discursos. Pero es un fenómeno que no comienza de un día para otro, sino que se va forjando a lo largo de mucho tiempo. El camino puede empezar con bulos simples y aparentemente inocuos, como el que afirma que comemos yogures de fresa con cochinillas.
Algunos de ellos acaban calando, entre otras cosas porque abordan cuestiones cotidianas que nos preocupan y que hasta definen parte de nuestra identidad, como ocurre con la alimentación y especialmente con la carne.
Podríamos decir que estos bulos actúan a dos niveles: generan un poso de desconfianza y apelan a nuestros sentimientos, especialmente a los negativos, como el miedo, la ira o el odio. De este modo pueden acabar por abrir una brecha en nuestra mente por la que se acaben colando bulos cada vez más delirantes. Así, vamos construyendo un relato en base a nuestros temores y prejuicios, a golpe de vídeo de YouTube y de mensaje de Telegram, de modo que podemos empezar por desconfiar del aditivo E904, porque nos han dicho que es “caca de gusano” y acabar por creer que la Tierra es plana, que nos fumigan desde aviones y que estamos gobernados por reptilianos.
Una vez metidos en esa espiral, es difícil salir porque unos bulos están apuntalados con otros y, en cuanto aceptemos que una de las premisas en las que basamos nuestro relato es falsa, el castillo de naipes se desmorona. Por eso muchas personas se cierran en banda y no atienden a argumentos. Por eso, y porque en estos casos las emociones llegan mucho más lejos que la razón.
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