Añares
Añares
La palabra que escogí como título es en verdad una forma coloquial que tal vez no todos conozcan. Se la usa como variación de “año” como cuando uno dice “hacía añares que no te veía…” (en algunos lugares se dice “añales), sugiriendo una gran cantidad de años.
Aclaro esto porque hace unos días estuve de cumpleaños y en verdad debo admitir que mi vida ya puede contarse en “añares” también. No voy a confesar los años públicamente, pero al decir añares ya puede dar una idea, aunque por cierto como se dice: lo que importa es ser “joven de espíritu”, lo que algunos confunden con ser “viejo verde” y por ahí andan a la caza de jovencitas… ¡Ah! Pero por qué no, si uno todavía no ha pasado su fecha de vencimiento dirán algunos de mis amigos… Digamos que todo vale, mientras no se caiga en el ridículo claro está: vejetes vestidos de shorts luciendo sus piernas flacuchentas o viejas con minifalda luciendo piernas llenas de várices dan más bien un espectáculo lamentable. Hay que saber mantenerse vigente, de espíritu joven, pero al mismo tiempo darse cuenta que hay cosas que ya no van más con uno.
Con el tiempo la memoria de corto plazo tiende a hacerse más endeble, en cambio la memoria de largo plazo se nos manifiesta claramente. Recuerdo que cuando tenía algo así como siete años, en una noche de lluvias y relámpagos, mientras miraba detalles del techo desde mi cama, me puse a pensar en la edad que tendría para el año 2000. Por cierto me pareció una enormidad, impensable, inimaginable. Aquí me encuentro en 2011 y veo con una mezcla de ternura y encantamiento a ese niño que yo fui y que pensó esa improbable aventura de vida, tantos años más tarde.
Eduardo Gatti creó “Los momentos”, ese hermoso tema tan emblemático de fines de los 60 en mi país, que me hace pensar justamente en eso, cada momento de la existencia, algo así como los pequeños puntos en las antiguas revistas de historietas o los píxeles de la pantalla televisiva, que son pequeños, pero que al final sin ellos no es posible ver ni entender la imagen completa.
Algunos de esos momentos no son gratos, probablemente el más crucial que me tocó en mi infancia fue contagiarme a los 8 años con una difteria, una enfermedad que de no ser curada a tiempo puede incluso ser mortal. Una experiencia en todo caso complicada para un niño, pero a la cual con el tiempo (y con la edad) uno se empieza a acostumbrar.
La infancia suele ser idealizada, fundamentalmente porque ya no está más y en verdad, la idea de no tener responsabilidades, de que uno al día siguiente va estar jugando y que esa es su preocupación principal, no deja de ser un pensamiento atractivo. Pero la niñez también tiene sus lados malos, por de pronto que todo el mundo lo ande mandando a uno. Mi padre, que era esencialmente un hombre muy práctico y que siempre estaba haciendo algún proyecto en la casa, era una constante fuente de fastidio cuando me hacía ayudarlo en sostener una tabla o estar horas ayudándolo a pintar un muro. Cosas todas que detestaba tanto que quizás determinó mi reacción contraria: hacer de mi ocupación algo lo más alejado posible de todo quehacer práctico, como es la filosofía.
En general puedo decir que como niño lo pasé muy bien, aunque ese mundo de juego interminable para el cual creía que había nacido terminó abruptamente cuando mi madre decidió enviarme al kindergarten, lo cual me produjo—como me imagino que a muchos niños—esa sensación de terrible desilusión: la madre en verdad lo único que quiere es deshacerse de uno…
Por un tiempo mi abuela (¡qué sería de uno sin esa presencia adorable de las abuelas!) vino al rescate y sin mayores protocolos ni mayor respeto por la jerarquía escolar, entraba al local y me sacaba de la sala de clases. “El niño es aun muy chiquito para estar en la escuela…” ¡Genial! Bueno, la intervención de mi abuela no podía durar mucho tiempo y eventualmente hasta ella se hizo a la idea que su nieto tenía que asistir a la escuela. Pero era reconfortante, en esos tiempos de infancia, que hubiera allí alguien que siempre iba a darle a uno ese cariño incondicional: la abuelita, como uno le decía cariñosamente.
De la infancia a la juventud y a la adultez, y así todo tan súbito (así parece ahora claro está, cuando el tiempo vuela; cuando uno tiene 10 años en cambio, el tiempo transcurre a paso de caracol…) y con ello las responsabilidades, el estudio, el trabajo, la familia, las cuentas a pagar, los trámites a cumplir, el compromiso político. No es sorpresa entonces que uno añore esos tiempos pasados cuando no tenía que hacer todas esas cosas. Súmese a eso el recordatorio que el cuerpo le hace a uno de que ya no está más en su mejor tiempo: chequeos médicos con mayor frecuencia, tabletas para diversos males. Yo nunca fui un gran fumador, pero pienso en esos amigos de entonces a quienes era imposible ver sin un cigarrillo en la boca y cómo se las arreglarán ahora, si es que su hábito ya no los ha puesto bajo tierra claro está…
Mirar retrospectivamente puede ser de partida un hábito de viejo, por lo que aclaro que más bien se trata de un mirar provisional, hecho en esta etapa de la vida y que por tanto sus evaluaciones están aun sujetas a cambios. También tengo muy claro lo que al final de “Edipo Rey” dicen los coristas: “No llames jamás afortunado a un hombre, sino hasta cuando esté yaciendo en su última morada…” De ahí que me resistiré—y recomiendo a los demás que procedan igual—a hacer cualquier evaluación definitiva sobre la vida de uno mismo. Eso debe ser tarea de otros.
Lo que sí puedo hacer es evaluar otras cosas y experiencias que me impactaron. Ya dije que el quehacer práctico no es mucho de mi satisfacción, con excepciones claro está: me agrada cocinar y esa es quizás la única labor doméstica que disfruto; si tuviera un patio también me dedicaría a la jardinería, por ahora me limito a las macetas de mi balcón; y por cierto comparto con mi compañera las tareas del aseo de nuestro hogar (no vayan a creer que soy un cochino), la conducción del automóvil como tarea práctica prefiero dejársela a ella (las mujeres son mejores conductoras de todos modos).
Lo que disfruto es entonces menos tangible: el cine, mi actividad artística predilecta, me hace admirar a los grandes clásicos, las películas mudas de Chaplin, “El ciudadano” de Orson Welles, “Casablanca” de Michael Curtiz, con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman; además de esa gran obra psicodélica de los 60, “El submarino amarillo” un genial film de dibujos animados dirigido por George Dunning, con el diseño de Heinz Edelman y con Los Beatles como protagonistas, además de sus mejores canciones. También en los dibujos animados, no puedo omitir los grandes filmes de animación de Walt Disney: “Peter Pan” de 1953, “Blancanieves” de 1938, entre muchos otros. Algunos filmes que me impresionaron en su momento no han perdurado, como la tierna “Lili” de 1953 que lanzó a la fama a la entonces joven Leslie Caron, o la romántica “Violetas imperiales” del mismo año con el español Luis Mariano, pero igual quedan en mi memoria a las que sumaría gran parte de los filmes de Woody Allen (su más reciente “Midnight in Paris” es simplemente genial y por cierto estará en esta lista).
La música es otra fuente de gratas memorias y ahí me quedo con “Let it Be” y “When I’m Sixty-Four” ambos por Los Beatles, “Volver a los diecisiete” de Violeta Parra, la poesía de los tangos “La última curda”, “Sur”, “Yira Yira” o “Cambalache”, el aporte canadiense me lo da Leonard Cohen con “Hallelujah” y “Dance Me Until of Love”, y en lo clásico la Novena de Beethoven, el Segundo Vals de Shostakovich y los grandes temas del barroco: los Conciertos Brandenburgueses de Bach, el Canon de Pachabel y Las Cuatro Estaciones de Vivaldi; y en lo más moderno la influencia jazzística en la “Rapsodia en Blue” de George Gershwin y “El reloj sincopado” de Leroy Anderson. Sin olvidar el trino de los pajaritos en las mañanas primaverales de Montreal.
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