La piratería del oro continúa
La piratería del oro continúa
La historia de la minería se repite en América Latina, con nuevos intérpretes descendientes de los mismos protagonistas de antaño, idénticos escenarios y una misma partitura política y filosófica de comportamiento privado y público que hacen recordar con estupor las formas primitivas de nuestra pre-historia colonial bajo la coyunda hispano-lusitana o, peor aún, rememorar la era de las falsas independencias de nuestras republicas “bananas”, abiertas al “neocolonialismo” decimonónico de los imperios económicos anglo-americanos, que tanta ruina y depredación dejaron a estos países.
Digámoslo de una vez: América Latina ha sido víctima del saqueo de sus minerales, principalmente del oro que deslumbró a los primeros conquistadores que arribaron a estas tierras, ávidos de riquezas materiales con que saciar sus personales ambiciones y las de sus “reyes y reinas”, muchos de ellos quebrados por las frecuentes guerras intestinas y europeas de la época y por las aventuras expedicionarias de sus armadas y armadores.
En el marco de estas incursiones “corsarias” ingresaron a América – después del primer viaje de Colón- ladrones, leguleyos, curas, letrados, etcétera, todos ellos en búsqueda del enriquecimiento fácil que les procuraría el precioso metal y con ellos las mañas, triquiñuelas, ardides y resabios para saquear, pillar y despojar a estos pueblos de sus recursos naturales, que constituían en ese momento su principal activo patrimonial.
Paralelamente –entre los siglos XVII y XVIII- surgió y murió la piratería marítima de corsarios y bucaneros de diferentes nacionalidades, especialmente ingleses y franceses, con accionar en el Caribe, Mar Atlántico y Pacífico meridional, principalmente dedicados al abordaje de los barcos españoles y portugueses cargados de oro entre América y Europa y las flotas de mercaderías en la ruta inversa, así como al asalto y saqueo de los poblados caribeños, brasileiros y argentinos, donde suponían o era visible que se hacían los embarques y desembarques con destino al viejo continente o provenientes de allá.
Si oprobioso era el tratamiento de mercadería que se daba a los negros traídos del África a América en barcos españoles y portugueses para los trabajos pesados y arduos en las minas de oro, mucho más ignominiosos resultaban los asaltos a los “barcos negreros” por piratas especializados en este tipo de “comercio infame”, pues los sometían a peores martirios y vejámenes.
Son incalculables las toneladas que específicamente de oro se sustrajeron los reinos de España y Portugal de sus colonias americanas durante tres siglos de vasallaje, como igualmente fueron inmensas las toneladas del precioso metal que se quedaron en las arcas y caletas de los Piratas ingleses y franceses como El Olonés, El Capitán Kid, El Capitán Roberts, Barbanegra, Calicó Jack, Anne Bond, Mary Read, Francis Drake, John Hawkins, para no mencionar sino a los más destacados que actuaron en el Caribe y en el Atlántico, algunos de los cuales contaron con el apoyo y protección de reyes y reinas de la época, llegando a ser –incluso- alcaldes de algunas ciudades inglesas y miembros del Parlamento Inglés.
Cuando advino la fementida independencia política de estas naciones, la gran mayoría de ellas endeudadas “hasta la coronilla”, básicamente con Inglaterra y Francia, ya los descendientes de los invasores españoles y portugueses habían tomado posesión de las principales minas de oro de estos países, muchos de ellos con títulos originarios de dichas coronas eurolatinas, con formatos de explotación “esclavista”, especialmente en las áreas de asentamientos de afrodescendientes e indígenas.
Los Estados Unidos de América, herederos por descendencia directa de los intereses ingleses y sucesores por negociaciones políticas y comerciales de las inversiones francesas en América Latina, penetraron desde allí las economías de estos países, especialmente en el sector minero, desde donde con criterio monopólico y con la colaboración en Europa de sus antiguas naciones matrices, estuvieron manejando desde el siglo XIX la producción, comercialización e industrialización del oro. Fueron estos los primeros juegos de fusiones y adquisiciones que se dieron en el viscoso mundo de las transacciones mineras.
El mundo desarrollado se debate entre crisis inmobiliarias, volatilidad de los mercados bursátiles, incremento del endeudamiento nacional, decremento de la producción y la productividad, incremento del desempleo y desvalorización del euro y del dólar, que han hecho que crezca más que nunca el valor del oro como divisa y se potencie con mayor seguridad jurídica su mercado universal, convirtiéndose por ende en la mejor garantía en las transacciones comerciales, coyuntura que ha impulsado al alza el precio internacional de este valioso metal y despertado, en consecuencia, la avilantez de los empresarios de la minería de metales preciosos en el mundo. Hoy la humanidad ha vuelto a ver al oro como el más puro valor intrínseco y no como un simple “commodity”.
Coincido con quienes sostienen que en el escenario actual, América Latina parece estar destinada a jugar un papel protagónico en la evolución positiva de su propio crecimiento económico y en la solución de las crisis económicas -presentes y futuras- norteamericana y europea, no solo por el bajo impacto que estas han producido en aquellas economías sino –específicamente- por la gran capacidad de sus reservas en recursos naturales, especialmente auríferos, explorados y explotados en su mayoría por compañías subsidiarias de los grandes consorcios mundiales australianos, ingleses, estadounidenses y últimamente canadienses.
Pero esto sería una mera “ilusión óptica” si la piratería del oro continuare -con sus variables tecnológicas modernas- como en efecto parece estar ocurriendo; en otras palabras, si persistiere el latrocinio simulado del mineral con la simultánea destrucción del bosque natural y, en general, con el deterioro del medio ambiente a través de la contaminación de los ríos con químicos nocivos para la salud humana, la pérdida de la pesca y la fauna silvestre y el detrimento de la flora y el paisaje.
Hablo del latrocinio porque es el “hurto, robo o fraude de los intereses de los demás” lo que han hecho las empresas transnacionales de la minería del oro en América Latina desde principios del siglo XX; me consta porque como asesor de un Sindicato de Trabajadores de una de esas empresas descubrí y denuncié la simulación en fraude de la ley que estaban haciendo algunas compañías mineras al llevar doble y triple contabilidad que encubría estos timos, los contrabandos que se estaban haciendo del metal y la gran variedad de corrupción patrocinada y ejecutada por sus agentes para encubrir utilidades, importar repuestos y transferir ilegalmente ganancias a sus países de origen, etcétera; metodología igualmente denunciada por otros sindicatos en diferentes países de América Latina.
Estas eran y continúan siendo, con algunas sofisticaciones adicionales, las formas como las transnacionales de la minería del oro continúan haciendo “piratería” en América Latina: llevándose el valioso metal, desplazando poblaciones enteras y dejando arruinados los territorios.
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