Invasión canadiense a Latinoamérica
Invasión canadiense a Latinoamérica
Cálculos independientes aproximados indican que más del ochenta por ciento (80%) de las compañías inversoras en el sector de la minería metálica en América Latina son “canadienses”, auge que se produjo en la última década, cuando la mayoría de aquellos países abrieron de “par en par” las puertas al “inversionismo minero extranjero a raja tabla”, adoptado como política de Estado por la generalidad de las naciones de habla hispana en este continente y en el Brasil.
No es tampoco extraño que esto haya ocurrido siendo el país norteamericano “minero por excelencia” y el lugar de confluencia de los intereses históricos de la minería mundial, heredero de las tradiciones inglesas y francesas en este sector, donde por pura inercia comercial impulsada por garantías legales excepcionales de orden tributario, arancelario, organizacional y demás ventajas correlacionadas, fueron a recalar las grandes empresas mundiales de la minería metálica dedicadas a la explotación de metales básicos como el cobre, el plomo, el zinc y el estaño; ferrosos como el hierro, el manganeso, el molibdeno, el cobalto, el tungsteno, el titanio, el cromo y últimamente el coltán; preciosos como el oro, la plata y el platino; y, radioactivos como el plutonio, el uranio, el radio y el torio.
Por esta posición privilegiada las empresas canadienses dedicadas a la exploración y extracción, especialmente de oro, han recibido los beneficios de la mejor tecnología mundial de búsqueda y aprovechamiento de minerales metálicos y ha evolucionado vertiginosamente en la indagación y averiguación relacionada desde las universidades y centros de investigación especializados del gobierno y de la empresa privada, situándose por ello como líderes mundiales en tecnología de punta para este tipo de producción.
Pero también debemos visibilizar el hecho de que algunas de estas empresas no son originalmente “canadienses” sino que provienen de otros países de la órbita política del Reino Unido de donde son originarias (como lo es igualmente Canadá) como desprendimiento –algunas de ellas- de compañías de mayor capital y experiencia minera, que debido a estrategias empresariales de minimización de costos operacionales, de acercamiento a territorios de América Latina insuficiente e inadecuadamente explorados y explotados en materia de minería metálica y de aproximación a legislaciones flexibles de estos mismos países, optaron por asentarse bajo otro nombre o estructura empresarial con la protección de la bandera canadiense y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte como gran respaldo financiero y tecnológico, captando inversionistas nuevos de un país desarrollado y, por supuesto, muy rico, cuyas metas en materia de acumulación del precioso metal amarillo son ilimitadas.
La dirigencia canadiense es consciente del valor estratégico del oro en este momento crucial de la economía mundial y conoce suficientemente las enormes reservas que posee Latinoamérica, la flexibilidad de sus legislaciones nacionales y la necesidad que tienen de extraer estas riquezas para consolidar su desarrollo, lo cual han aprovechado para iniciar una verdadera invasión territorial de estos países a través de la adquisición de derechos de exploración y explotación en poder de terceros, empresarios fantasmas de la minería o personas naturales que han obtenido licencias del Estado en la “piñata oficial” que festinaron algunos gobiernos en su desesperación por obtener recursos fiscales para sus deprimidas economías.
En esta “feria de la minería” no ha habido límites ambientales ni políticos, pues no ha importado que accedan a páramos y nacimientos de ríos, que se arrasen bosques y biodiversidad, como tampoco ha interesado para nada la condición ideológica de los gobiernos locales pues tanto los de izquierda como los de derecha han sido complacientes y generosos con los empresarios extranjeros, concediéndoles espacio y garantías excepcionales para su exploración y explotación, especialmente de oro. Incluso se han establecido por los Estados -legal y reglamentariamente- barreras teóricas de control ambiental que son trasgredidas sin pudor por los empresarios. Las comunidades perciben mínimos beneficios directos de las utilidades del negocio y, por el contrario, son víctimas de la contaminación de sus ríos y quebradas circundantes y de la destrucción de sus ecosistemas.
Sin embargo, se engrupen estos pueblos y sus dirigentes con mentiras de supuestos beneficios en materia de empleo y progreso material, no obstante conocer y haber experimentado en sus propios países que las industrias extractivas no generan empleos numerosos ni mucho menos estables y dignos.
Los ejemplos están a la vista en estos países y aún en el propio Canadá: al pie de las minas abandonadas por haber sido esquilmadas por la acción de la minería irresponsable, subsisten apenas decenas de ciudades abandonadas pobladas de jubilados deprimidos o de jóvenes y mujeres sin esperanzas ni futuro.
El mal trato y abandono de las minorías étnicas por los empresarios extranjeros de la minería en América Latina durante los siglos XIX y XX tiene similitudes con las características de la explotación llevada a cabo en Canada en los territorios ancestrales de los indígenas por la misma época, quienes fueron despojados progresivamente de sus haberes, se les destruyeron sus asentamientos y sus culturas fueron vilipendiadas y apostrofadas. El Canadá es uno de los tres países (de un total de 146) que no ha firmado la declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y se ha abstenido de suscribir la Convención 169 de la OIT que trata sobre los “derechos de los Pueblos Indígenas y Tribales”.
Agotadas ya sus minas de oro, han emprendido los canadienses en la última década las expediciones modernas por las naciones latinoamericanas, bajo un nuevo modelo de invasión: entrar y taladrar sus entrañas, extraer su riqueza, dejarle desolación y pobreza a los pueblos, esterilidad a su naturaleza y alzar el vuelo hacía nuevos objetivos similares. Es una invasión masiva para la cual no estábamos preparados, o solo preparados a medias por parte de algunos pocos países como Brasil, Chile y un tanto Perú, que explotan en gran parte su propia riqueza minera y han salido o se preparan para salir al mercado internacional a competir como empresas o empresarios originarios.
La invasión es de tal magnitud que se comenta por fuentes oficiales que por ejemplo en Chile, con la presencia de algo más de una veintena de empresarios extranjeros de la minería del oro, 14 son de nacionalidad canadiense, el 70% de las exploraciones y explotaciones de oro que se hacen en este momento en México son de la misma nacionalidad y de 40 empresas mineras de este mismo metal que han laborado la minería de metales preciosos en la última década en Colombia, 32 tienen el mismo origen del país del norte.
La experiencia minera canadiense de mas de 150 años en su propio territorio ha dejado un saldo catastrófico para el medio ambiente de ese país, resultado de una política de Estado neoliberal de “dejar hacer y dejar pasar”, impuesto bajo un rígido y brutal régimen colonial que abrió el camino a su desarrollo industrial y a una legislación permisiva aún vigente; métodos y regímenes que las empresas mineras de esta nacionalidad pretenden imponer ahora en los países de América Latina con el apoyo financiero, político y jurídico de su gobierno y de su diplomacia, implementado por Tratados de Libre Comercio que se han suscrito y vienen suscribiéndose con los países del Sur del Río Grande, de contenido garantista para las empresas mineras canadienses.
Ante esta nueva modalidad de invasión y conquista habrá que variar algunas normas y políticas de Estado en Latinoamérica como la actual propiedad de la Nación sobre el subsuelo minero, la cual debería ponerse en cabeza de las comunidades locales o municipalidades bajo la supervisión de la Nación; y trasformar sustancialmente los parámetros del “Joint Venture” o contrato de asociación a riesgo compartido no solo respecto de las partes contratantes (que proponemos no sea entre la Nación y la empresa minera respectiva sino entre esta y el municipio y la comunidad local como propietarios del recurso) sino en las condiciones contractuales mismas, en las cuales el riesgo de pérdida sea asumido exclusivamente por quien tiene la responsabilidad en las decisiones administrativas y operacionales de la gestión: la empresa; o si se insiste en que el riesgo de pérdida sea asumido también por la entidad local y la comunidad, cambiar la naturaleza de dicho contrato a convenios de cogestión, coparticipación y coadministración, con decisiones igualmente compartidas entre los tres sectores.
Y por último, estos países invadidos tendrán que radicalizar su normatividad de control ambiental en la minería, castigando más duramente la acción depredadoras de los ecosistemas por cuenta de dicha actividad, exigiendo mayor inspección, observación y vigilancia estatal y ciudadana de carácter ambiental sobre esta industria, imponiéndole la obligación de utilizar métodos y maquinaria de tecnología limpia en su exploración y explotación y asignándole el deber de recuperar o compensar la biodiversidad destruida por el laboreo minero.
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