ATALAYA
ATALAYA
Por: Jorge Tadeo Lozano
15-07-2012
Todas las mediciones en América Latina indican que en el último sexenio el principal problema social de este subcontinente ha sido el de la “inseguridad civil” imputable a la delincuencia común, que atenta globalmente contra el derecho universal de la “seguridad ciudadana” e individualmente contra los derechos a la “libertad y libre tránsito”, a la “vida e integridad personal”, a la “propiedad privada”, a la “honra, dignidad y buen nombre”, a la “intimidad”, etcétera, superando temas como el de la insalubridad, el analfabetismo y la baja calidad de la educación, la vivienda indigna, el desempleo, etcétera, que hace una década lideraban los padrones de falencias sociales.
Los diferentes estudios realizados hasta el año 2012 indican que en la delincuencia común está el origen del incremento de las diversas formas de violencia que señalan las cifras, independientemente de las provenientes de la delincuencia guerrillera, sobre todo en Colombia, país donde aún perviven estas organizaciones subversivas, cuyo origen difiere esencialmente de aquella, su naturaleza es de muy distintas características y las formas de delinquir y combatirlas varía substancialmente.
Hemos podido verificar que frente a este monstruo “in crescendo” de la violencia originada en la delincuencia común, las democracias de los países latinoamericanos, -en su mayoría débiles institucionalmente- poco, muy poco, es lo que han podido hacer para lidiarla con éxito. Poco ha sido lo que las políticas públicas han logrado avanzar en el objetivo de eliminar las causas y el accionar individual o colectivo de delincuentes y bandas criminales en nuestros países.
Estamos frente a problemas con umbrales muy obscuros y de sombrío desarrollo, de antecedentes muy trágicos y lúgubres: niños y jóvenes analfabetos o semi analfabetos criados y crecidos en tugurios y favelas en medio de la promiscuidad o el abandono familiar, de vicios deshonrosos, de delitos degradantes y de despreciable contumacia; cuadrillas formadas con gente de la calle o provenientes de aquellos cuchitriles y guaridas. Todo porque la pobreza y la miseria los esclavizó al crimen, los ubicó de idiotas útiles de los mercaderes de la drogadicción, de los padrinos de la piratería, de los tutores del hurto y del atraco, de los preceptores del secuestro y de los mentores del homicidio y el asesinato; o porque ellos vieron y aprendieron la maldad en la calle a través del desprecio humano de que fueron víctimas y del trato indolente de la gente.
Mientras los Estados y la democracia se muestran lentos y laxos en las medidas que deben implementarse para atacar de fondo las raíces del delito común nacional y trasnacional, el crimen y los criminales ya se han organizado en verdaderas “ententes delictivas” con tecnología de punta y gran eficiencia delincuencial, para actuar dentro y fuera de sus respectivos países. La amenaza del crimen común -organizado y no organizado- ronda peligrosamente nuestras naciones, no solo para infringir la ley, sino para erosionar las democracias, limitar peligrosamente su gobernabilidad y afectar gravemente el Estado de Derecho.
La “cibernética”, como ciencia abierta e interdisciplinaria de las comunicaciones, ha introducido avances tecnológicos que han sido utilizados por la delincuencia para perfeccionar sus fechorías e introducir nuevas figuras delictivas en los Códigos Penales del mundo. Uno de tales avances tecnológicos es la Internet, creada hace un poco más de cuatro décadas, momento en el cual solo se pensó en facilitar aún más las comunicaciones entre los hombres y las sociedades a través de la máquina, en descentralizarla y distribuirla en tiempo real, en acumular y compartir más ágilmente el conocimiento humano; pero jamás se creó –en sus inicios- la manera de garantizar la seguridad de tales comunicaciones e información, los derechos de autor, etcétera. Solo en la última década se ha intensificado y perfeccionado la lucha contra los “hacker o cracker” (ladrones cibernéticos) incluyendo en los “software” herramientas defensivas eficaces pero no suficientes para evitar los asaltos digitales.
Por todo esto, la percepción de seguridad de los nacionales latinoamericanos es hoy muy baja, situación que no significa que apenas este fenómeno exista desde muy reciente época sino que apenas se está visibilizando en las estadísticas por la evolución pro-positiva de la democracia en las dos últimas décadas, que han permitido desvelar cifras y metodologías delictivas que el “autoritarismo castrense”, afortunadamente erradicado en América Latina, había disimulado perversamente.
Sin embargo, se están replicando todavía algunas de aquellas prácticas por las denominadas “democracias populares o socialistas” en América Latina, cuya falta de transparencia las ha llevado a manipular y distorsionar información, esconder cifras estadísticas y actuar como unas verdaderas “dictaduras constitucionales”.
Naciones Unidas ha dicho en diferentes documentos que en materia de delincuencia común, América Latina resulta ser el subcontinente más violento y desigual del mundo; probablemente lo primero tenga que ver con lo segundo, o sea, que somos pueblos violentos porque la desigualdad ha carcomido los sentimientos pacifistas de nuestra gente. Desigualdades en todos los sentidos que se vienen percibiendo desde la conquista española que introdujo la discriminación y esclavitud del indio y del negro por motivos raciales, sociales, económicos y políticos, que obligó a estos a replegarse, rebelarse y enfrentarse exitosamente a los ejércitos hispanos; desigualdades que como sociedades republicanas permanecieron después de las gestas libertarias ante el surgimiento de las divergencias de los partidos políticos y sus diferencias ideológicas, religiosas y regionales, que en múltiples ocasiones condujeron a pequeñas, medianas y prolongadas confrontaciones intestinas.
También se quedaron instalados en el espíritu de nuestras poblaciones, los sentimientos clasistas provenientes de la cultura ibérica que distinguía tajantemente entre los descendientes de la nobleza española y portuguesa que se quedaron viviendo en América disfrutando de la propiedad heredada de las tierras y sus frutos, así como de las ricas minas de metales preciosos, constituyendo los núcleos primarios de la oligarquía; los criollos mestizos y mulatos cultos y empobrecidos; y los siervos de la gleba, generalmente indios y negros.
Falta mucho por hacer desde las verdaderas democracias para eliminar aquellas desigualdades históricas, como única manera de contribuir a atenuar la delincuencia y la violencia en nuestros países. No es exclusivamente la represión policial la única manera de combatir la delincuencia común y la violencia; sino se acompaña de rehabilitación social y asistencia psicosocial a los hogares, favelas y tugurios, con mejoría de condiciones de vida, los esfuerzos que se hagan serán inútiles.
Comentarios: jotalos@diarioelpopular.com (al periódico)
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