Váyase, Simeone, váyase
Váyase, Simeone, váyase
Resulta sorprendente cuando no indignante el justicierismo que han emprendido unos cuantos aficionados y gurús rojiblancos después del aquelarre del Bernabéu. Han llegado a pedir la cabeza de Simeone. Y han debido estimularles el criterio ejemplarizante de unos cuantos especialistas clarividentes de la crítica deportiva.
Simeone nos ha devuelto la confianza, la sonrisa de los lunes, la reputación en la competición internacional, la rutina de los viajes al extranjero. Nos ha dado una liga. Y una Europa League. Y dos finales de Champions. Y una Copa ganada al Madrid en el Bernabéu.
El balance debería avergonzar a quienes reclaman medidas quirúrgicas. Pero más debía hacerlo ningunearle el mérito de haber trabajado con recursos mucho más precarios que nuestros rivales. Hemos creído natural, garantizado el hábito de instalarnos en la elite balompédica, incluso cuando el fútbol se ha convertido en territorio de opulencia falocrática entre magnates, sátrapas, oligarcas rusos.
Y es una anomalía la cotidianidad del Atleti en la vanguardia de los clubes continentales. Una extraordinaria anomalía -será por redundancia- que demuestra el trabajo que Simeone ha realizado fuera del fútbol para apuntalar el fútbol mismo. Que si la psicología, la tensión. Que si la magia, la superstición. Y la fe, y todas las abstracciones que el brujo argentino ha añadido al caldero druida del Calderón hasta encontrar la fórmula mágica que nos ha hecho resucitar, tutear al Madrid, asustar al Barça.
Simeone puede permitirse marcharse. Nos hizo ser mucho más grandes de lo que realmente éramos. Por eso la cuestión consiste en averiguar si el Atleti puede permitirse la marcha de Simeone sin temer que se desmorone la basílica y la religión.
Váyase, Simeone, váyase. El momento es el adecuado. Y no porque seamos capaces de sobreponernos al hueco vacante del tótem en el fuego de tribu india, sino porque este Atlético de Madrid que ha profanado el empresariado chino y que han expropiado sus dirigentes va camino de desnaturalizarse y de corromperse en el arrabal de La Peineta.
Se les extirpa a los aficionados su templo. Se malogra el primer vínculo de identificación, la casa. Y se nos somete a la demolición del Calderón como si la escena traumática de un bombardeo en propia meta pudiera enmascararse con la promesa de una nave espacial. Dan ganas de inmolarse entre los escombros. Y de convertir el partido de este miércoles en una alegoría de Masadá.
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