Uruguay, ¿una isla en el cono sur?
Uruguay, ¿una isla en el cono sur?
El país sudamericano ha tenido a lo largo de su historia una persistente “vocación isleña”, una postura que no parece razonable en este nuevo mundo del coronavirus
Hace casi dos años, en el contexto de una América Latina ya marcada por fuertes crisis de varios gobiernos de diverso signo ideológico, la prensa ponía en primera página en su edición del 25 de julio de 2018 un artículo titulado “El discreto milagro de la izquierda uruguaya: 15 años de crecimiento económico ininterrumpido”. En el texto se destacaba que mientras los gigantes vecinos (Brasil y Argentina) se caían, “este pequeño país se desmarcó con una tercera vía tranquila”. Pero, como suele ocurrir, no todo es lo que parece. En el mismo artículo se entrevistaba a jerarcas del Gobierno frenteamplista de entonces, quienes confesaban no comprender las causas de un extendido malestar que advertían en la respuesta al Gobierno y sus acciones por parte de franjas importantes de la ciudadanía uruguaya.
El descontento se sentía en la propia interna del Frente Amplio, pero sobre todo con respecto a los “no creyentes”, esa porción pequeña pero decisiva del electorado uruguayo, que suele definir los pleitos comiciales. En particular se advertían dos temas muy sensibles para la definición del electorado: las amenazas de la inseguridad pública (por lejos el principal problema registrado en las mediciones de opinión pública de los uruguayos desde 2009) y las señales crecientes acerca de indicadores de estancamiento y aun de regresión en la economía, en particular en el interior del país y fuera de las grandes concentraciones urbanas de los departamentos de Montevideo y Canelones.
Al año siguiente, en la campaña electoral iniciada con las elecciones internas de los partidos políticos del 30 de junio y continuada luego por la primera vuelta presidencial y elección parlamentaria del 27 de octubre y la segunda vuelta del 24 de noviembre, los indicios que indicaban que la “era progresista” de 15 años se encontraba muy desafiada finalmente se confirmaron por el examen de las urnas. Una oposición disgregada en distintos partidos y movimientos, pero convergente en el anhelo común de sacar al Frente Amplio del poder, reconvertida en la “Coalición Multicolor” de cinco partidos bajo el liderazgo del candidato presidencial Luis Lacalle Pou del Partido Nacional, finalmente, prevaleció. Su triunfo en la elección parlamentaria resultó nítido y expresó una desaprobación firme al Gobierno frenteamplista.
En la primera vuelta electoral, realizada el domingo 27 de octubre, los resultados fueron similares a los anticipados con aceptable precisión por la mayoría de las encuestas. Aunque se mantuvo como la fuerza política más votada, el gobernante Frente Amplio tuvo una significativa caída en los votos con relación a cinco años atrás (en el entorno del 9%), obteniendo aproximadamente el 39% de los sufragios. En segundo lugar y consiguiendo también un lugar en la segunda vuelta, al igual que cinco años atrás, se ubicó el Partido Nacional con algo más del 28% de los votos. El otro partido fundacional, el Partido Colorado no superó su anterior desempeño y se mantuvo con algo menos del 13% de los votos.
Pero la gran sorpresa electoral fue la aparición de un nuevo partido denominado “Cabildo Abierto”, fundado en febrero del año electoral y liderado por el exgeneral Guido Manini Ríos, cesado por el expresidente Tabaré Vázquez en marzo de 2019 como comandante en jefe del ejército por el presunto ocultamiento de una confesión realizada ante un tribunal de honor por uno de los más connotados torturadores de la última dictadura civil militar (1973-1985). Manini Ríos había ocupado la comandancia del ejército durante más de cuatro años bajo Gobiernos del Frente Amplio, ya que había sido nombrado en febrero de 2015 al final del Gobierno de José Mujica (2010-2015). Este nuevo partido, con algunos perfiles de ultraderecha en su programa y una referencia claramente castrense, que se confirmó en su convocatoria exitosa a la llamada “familia militar” durante las elecciones, obtuvo poco menos del 11% del total de votos, lo que le permitió ingresar al Parlamento con representación en las dos cámaras: 11 diputados y tres senadores. Con ello obtuvo de hecho la llave de las mayorías parlamentarias y del nuevo Gobierno.
La distribución de bancas en el nuevo parlamento uruguayo no otorgó mayorías a ningún partido, pero perfiló una prevalencia neta para la “Coalición Multicolor”, conformada por toda la oposición con excepción del PERI. A partir de la advertencia que el sistema parlamentario uruguayo es bicameral, con un Senado de 30 integrantes más la figura del vicepresidente (que preside esta Cámara así como la Asamblea General) y una Cámara de Representantes de 99 miembros, la distribución de bancas para la próxima legislatura iniciada el 15 de febrero de 2020 fue la siguiente: Frente Amplio (13 senadores y 42 diputados); Partido Nacional (10 senadores y 30 diputados); Partido Colorado (4 senadores y 13 diputados); Cabildo Abierto (3 senadores y 11 diputados); Partido de la Gente (un diputado); Partido Independiente (un diputado); Partido Ecologista Radical Intransigente (un diputado).
La llamada “Coalición Multicolor”, en el Gobierno desde el 1 de marzo de 2020, firmó en noviembre un documento conjunto titulado “Compromiso por el país”, y salió a hacer campaña electoral pidiendo el voto por el candidato retador, el nacionalista Luis Lacalle Pou. Con las chances disminuidas por la baja votación en la primera vuelta, el oficialismo salió a dar contienda en la segunda vuelta, con una campaña electoral muy intensa luego de la que tuvo, de manera inesperada, que pelear en un contexto de paridad la primacía en la segunda vuelta electoral. En el balotaje acaecido solo cuatro semanas después, la fórmula frenteamplista liderada por Daniel Martínez perdió por apenas un 1,5% con la fórmula finalmente ganadora, presidida por Luis Alberto Lacalle Pou.
El cambio en el Gobierno implicaba modificaciones considerables en las políticas públicas a aplicarse con la asunción. Más allá de que el desarrollo tranquilo de una transición ordenada ratificó la caracterización de Uruguay como una democracia consolidada (haciendo referencia a ello, un editorial del New York Times del 11 de diciembre se tituló “No perdamos este Uruguay”), el curso de la campaña electoral y las trayectorias de los últimos tiempos permiten acumular evidencia de que la política uruguaya viene atravesando desde hace ya varios años un proceso inequívoco de mutación, con un sentido general similar (aunque más moderado en sus tiempos y sus formas) al de otros países de la región.
Este cambio gradual aún no había tenido impactos claros en la arena electoral y en el comportamiento general del sistema partidario, lo que sin embargo en el 2019 sí ha ocurrido. También el Uruguay viene procesando en su sociedad (como claramente lo indican las mediciones del Latinobarómetro y otras) un giro hacia visiones más críticas sobre el funcionamiento de la democracia y sobre los partidos políticos, a la vez que se eleva el prestigio de las Fuerzas Armadas y parece confirmarse un corrimiento general hacia posiciones más a la derecha, así como una erosión en el recelo tradicional hacia posturas militaristas y de “ultraderecha”. Quien expresa, en parte, esa nueva sensibilidad como un auténtico “cisne negro” es precisamente este nuevo actor “Cabildo Abierto” y su líder Manini Ríos, las máximas expresiones de esta mutación de la democracia uruguaya, quizás menos estridentes que lo que ocurre en otros países del continente pero no por ello menos efectivas.
Luego de un complejo proceso de construcción y diseño, con conflictos en la elección de los elencos, el nuevo Gobierno de Luis Lacalle Pou articuló su programa a mediados de febrero de 2020 a través de la presentación de un anteproyecto de Ley de Urgente Consideración con 457 artículos, Esta declaratoria de urgente consideración es una figura prevista en la Constitución vigente (en su artículo 168 ord. 7º), que establece un tratamiento especialmente acelerado para ese tipo de normas en el Poder Legislativo no superior a los 90 días. En el caso de que el proyecto no fuera aprobado ni desechado por las cámaras, se tendrá por aprobada la propuesta en la forma en que hubiera sido remitida inicialmente por el Poder Ejecutivo.
Este formato especial de ley ha suscitado múltiples controversias desde la oposición y aun desde las filas de la Coalición de Gobierno. Los motivos del debate han sido muchos: su extrema amplitud, la dudosa fundamentación de urgencia de algunas de sus propuestas, la presencia de ciertos contenidos que desbordan lo acordado por los partidos de la coalición en su “Compromiso por el país”, ciertos vicios de eventual inconstitucionalidad que contendrían algunos de sus artículos. Para advertir la magnitud de la propuesta inaugural del Gobierno de Lacalle Pou, cabe señalar que su aprobación en tiempo restringido implicaría la modificación de cerca de 50 leyes de relevancia dentro del marco normativo uruguayo: modificaciones al Código Penal, al Código de Procesamiento Penal, reformas importantes en la educación, varios cambios especialmente significativos en el sensible campo de la seguridad pública, transformaciones en los formatos de gobernanza de las más importantes empresas públicas uruguayas (como ANCAP y ANTEL), modificaciones en las políticas de colonización, flexibilización en las pautas de negociación colectiva de las relaciones laborales, entre otras muchas.
Esta modalidad especial de proyectar su programa de gobierno, anunciado en campaña por Lacalle Pou, responde sin duda a las dudas que provoca la estabilidad de la nueva coalición de Gobierno por la gran pluralidad de sus integrantes (nada menos que cinco partidos, hecho inédito en la historia uruguaya), así como por la diversidad ideológica entre los mismos. Se trata además de una coalición también frágil por su modalidad de funcionamiento: hasta el momento todos sus movimientos y acuerdos han provenido de negociaciones bilaterales entre el presidente y los líderes de cada uno de los partidos coaligados, sin una instancia de coordinación conjunta que trascienda los ámbitos del Parlamento o del gabinete ministerial.
A estas dificultades de funcionamiento se le ha sumado el impacto inicial provocado por otras definiciones aceleradas, que han expresado un “sentido de urgencia” que el nuevo presidente quiso imprimir a su Gobierno desde el comienzo. Con causas múltiples derivadas de motivos que son objeto de controversia (“omisiones del Gobierno anterior” o “repercusiones inevitables del muy inestable contexto externo” desde fuentes de Gobierno, consecuencias de la aplicación de un proyecto que “pretende restaurar un modelo de funcionamiento de la economía sobre la base de la concentración de la riqueza en pocos manos” según la Mesa Política del ahora opositor Frente Amplio), lo cierto es que los primeros días de Gobierno estuvieron pautados por procesos especialmente impactantes para un país que se había acostumbrado a la moderación de sus tendencias e indicadores: fuerte subida del dólar, incremento severo en las tarifas públicas, subida del IVA en los pagos con tarjeta, ratificación de los anuncios electorales de austeridad y ajuste en el gasto público, previsiones de incremento en la inflación como de baja en el salario real de los trabajadores, entre otras). Debe advertirse que, a pesar de que los tiempos económicos no calzaron con los “tiempos políticos” en el último bienio (incremento del desempleo, estancamiento del producto con un crecimiento de apenas 0,2% en 2019, caída en la inversión y en el consumo del mercado interno, fuerte déficit fiscal cercano al 5% del PBI), los 15 años de ciclo progresista terminaron con balances económicos y sociales realmente envidiables para otros Gobiernos de la región, como incluso reconoció en su informe de balance la misión del FMI en febrero de 2020.
Cuando no habían pasado dos semanas del cambio presidencial, el Uruguay todo y su nuevo Gobierno debieron enfrentarse con la explosión de la pandemia del coronavirus. El viernes 13 de marzo, ante la aparición de los primeros cuatro casos de Covid-19 en el país, rodeado por todo su gabinete, el presidente Lacalle Pou debió declarar la “emergencia sanitaria” en forma preventiva, con medidas restrictivas a las actividades y a la circulación pública de las personas, las que de forma incremental se han venido actualizando día a día tras los datos de los nuevos contagios. Aunque la incertidumbre crece y las restricciones para pensar la evolución de la coyuntura más cercana resultan enormes, puede anticiparse que a tres semanas de su inicio, cuando se escribe este texto, parece claro que al nuevo Gobierno uruguayo se le han cambiado no solo las agendas sino también los libretos. No es solo que la promesa de ahorros y ajustes muy relevantes en el gasto público necesariamente sufrirá una postergación inevitable. Es el proyecto general el que resulta desafiado en su conjunto.
Las argumentaciones al respecto podrían ser múltiples. Los límites de este texto nos exigen ser escuetos. Téngase en cuenta por ejemplo los siguientes números del comercio internacional del Uruguay: en el 2019, los principales compradores del país fueron China (31%) y la UE (17%). Los rubros de exportación a esos destinos principales, propios de una matriz productiva y exportadora que no se ha logrado transformar, fueron básicamente los mismos: carne, soja y celulosa. Los datos disponibles para la evolución comercial de enero y febrero de 2020 indican que la caída en ambos casos ha superado el 50%. En un país con tan poca población dentro de fronteras (aproximadamente tres millones y medio) y que depende tanto de sus exportaciones, por cierto que no son noticias augurales.
El Uruguay ha tenido a lo largo de su historia una persistente “vocación isleña”. Esa visión, como se sabe, ha surgido desde el adentro , pero también ha sido alimentada desde la mirada del afuera. Sin embargo, pese a los buenos argumentos que han sustentado a menudo ese excepcionalismo, en este mundo nuevo de la pandemia del “coronavirus” como expresión emblemática del globalismo extremo, no parece razonable apostar al futuro del Uruguay como el de una “isla sudamericana”. Los nuevos contextos, como vemos, no lo habilitan en modo alguno.
Sin embargo, atados al mástil de sus viejas y vigentes utopías de la democracia republicana y del Estado social, desde transformaciones sin duda necesarias, los uruguayos con seguridad encontrarán su porvenir desde sus mejores tradiciones y exigidos por los cambios más necesarios y, en algunos casos, inevitables. ¿Cuánto habrá cambiado para siempre entre nosotros cuando esta pandemia baje su impacto? ¿Cuánto del recuerdo de estos días tan difíciles nos servirán paradójicamente para construir un mejor destino? Sin duda, no lo sabemos. Esas son algunas de las interrogantes más relevantes desde este rincón del planeta, en esta esquina difícil de un pequeño país entre dos gigantes, desde esta orilla de América Latina.
Gerardo Caetano es historiador y politólogo de la Universidad de la República en Uruguay. Es presidente del Consejo Superior de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
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