Crónica de una epidemia que nadie vio venir
Crónica de una epidemia que nadie vio venir
A pesar de los datos cada vez más alarmantes que llegaban desde China e Italia, en España se tardó en reaccionar y en percibir la magnitud de los contagios locales
El futuro inmediato es una incógnita, pero el pasado reciente es para echarse a temblar. El coronavirus no solo ha matado ya a miles de personas en España, sino que ha desbordado una y otra vez las previsiones de las autoridades. Solo se han cumplido los presagios más oscuros. El pasado fin de semana, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, admitió que se avecinaba “la ola más dura, la más dañina” de la epidemia. Y el lunes las noticias ya hablaban de 462 fallecidos en 24 horas —una cifra que casi se duplicaría el viernes—, de decenas de muertes en residencias de ancianos, de una gran morgue improvisada por el Ejército en un centro comercial de Madrid. La semana no había hecho más que empezar, y el país se había rendido por fin a una evidencia que había intentado no mirar de frente desde hacía mes y medio.
Al principio la consigna era no gritar. Intentar evitar que, ante la amenaza de un fuego aún incipiente, una avalancha provocada por el miedo terminara destrozando el teatro. Pero los focos continuaron surgiendo cada vez más cerca, y la función siguió representándose hasta que ya fue demasiado tarde. El primer ejemplo es del 12 de febrero. Cuando John Hoffman, organizador del Mobile Word Congress, anunció la cancelación de un evento que preveía llevar a Barcelona a 100.000 personas de todo el mundo. La decisión no sentó bien ni al Gobierno, ni a la Generalitat ni al Ayuntamiento de Barcelona, que estuvieron por una vez de acuerdo.
Las vicepresidentas Carmen Calvo y Nadia Calviño hicieron declaraciones prácticamente idénticas a las del ministro de Sanidad, Salvador Illa: “No hay ninguna razón de salud pública que impida celebrar un acontecimiento de esas características en nuestro país”. Quim Torra y Ada Colau se manifestaron en términos parecidos. Dos días después, Hoffman reflexionaba: “La pregunta es: ¿qué dirá la historia?, ¿tomamos la decisión correcta? Creo que sí. Si nos tomamos realmente en serio la salud y la seguridad de nuestros expositores, trabajadores y de la comunidad, no había otra opción”. Era mediados de febrero. Más de 1.600 personas habían muerto ya víctimas del coronavirus, y una veintena de españoles y medio centenar de italianos habían sido repatriados a sus respectivos países desde la ciudad china de Wuhan.
Cada vez se estila menos comprar diarios de papel. Han desaparecido ya de las casas —y hasta de las propias redacciones— esas pilas de periódicos que se iban poniendo amarillos y que un día, como nuestra propia memoria, terminaban en la basura. En estas largas jornadas de confinamiento habrían servido para comprobar de forma palpable hasta qué punto se ignoró la amenaza del virus, incluso hasta mucho después de que empezara a matarnos. El toque de atención que supuso —o que debería haber supuesto— la anulación del Mobile desapareció enseguida de las portadas. Hubo de pasar una semana y media hasta que las noticias que llegaban de Italia —primeros fallecidos, multiplicación de los contagios, cierre de los colegios en el norte, alerta de la OMS ante una pandemia inminente— volvieran a acaparar la atención. En aquellos días —finales de febrero—, la bronca política seguía centrándose en Casado e Iturgaiz, Arrimadas e Igea, Ábalos y Delcy Rodríguez…
Aunque parezca increíble ahora, la situación de Italia —a solo dos horas de vuelo desde Madrid o Barcelona— se seguía viviendo como algo ajeno, tal vez exagerado. Tanto es así que, el 26 de febrero, durante la toma de posesión de Dolores Delgado como fiscal general del Estado, a la que asistió Felipe VI, algunas de las más altas autoridades elogiaron de forma unánime las crónicas que llegaban de Italia llamando a la tranquilidad. Solo tres días después, el primero de marzo, un sondeo de la consultora 40dB. confirmaba: “La sociedad vive muy pendiente del virus, pero sin alarma”.
El 3 de marzo se conoce que la primera muerte por coronavirus en España se había producido en Valencia el 13 de febrero. Y, a partir de ese momento, basta un simple cotejo diario de los datos para comprobar que España, aunque con unas semanas de retraso, estaba a punto de deslizarse por el mismo tobogán mortal que Italia. 4 de marzo: en Italia, 107 muertos y 3.000 contagiados; en España, segunda víctima mortal en el País Vasco y 200 positivos. 5 de marzo: allí, 148 fallecidos y 3.200 casos; aquí, 3 fallecidos y 260 casos… Pero tampoco eso sirve para actuar de forma tajante. El día 7, Fernando Simón, director de Alertas Sanitarias, pronuncia una frase de la que ya se habrá arrepentido: “Si mi hijo me pregunta si puede ir a la manifestación del 8-M le diré que haga lo que quiera”.
La manifestación se convierte desde el primer momento en el principal blanco de críticas de la oposición, a pesar de que esa misma mañana se había celebrado un mitin de Vox en Vistalegre. Los líderes políticos se enzarzan en una espiral de reproches mutuos y de medidas a medio tomar —la declaración en diferido del estado de alarma permite a un buen número de ciudadanos moverse por todo el país— que retrasan durante unas jornadas preciosas el cierre del país.
El mismo 9 de marzo, cuando ya se ha decretado el cierre de los colegios en Álava y Madrid, Sánchez asiste, junto a la presidenta madrileña y el alcalde de la capital, a la clausura del congreso de trabajadores autónomos. Hay abrazos, apretones de manos y la protocolaria foto de todos juntos y contentos. Ese día los positivos se dispararon hasta 1.204 y 24 personas fallecieron… La situación fue empeorando hasta tal punto que es muy difícil encontrar una buena noticia entre tanto dolor. Ayer, Pedro Sánchez optó finalmente por paralizar todas las actividades no esenciales en un intento de frenar la tragedia.
Los periódicos atrasados, apilados en un rincón, constituyen la crónica de una epidemia que nadie vio venir.
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