Carolina, la reina que fue vetada de su propia coronación por el rey
Carolina, la reina que fue vetada de su propia coronación por el rey
– Carolina de Brunswick llegó a la Abadía de Westminster en Londres el 19 de julio de 1821 a las 6 a.m., luciendo una sobreveste plateada, un pañuelo morado y una tiara bandeau de diamantes con plumas.
Era el día de la coronación del rey Jorge IV y, legítimamente, de ella, como su reina consorte.
“Los soldados en todas partes presentaron las armas con la mayor prontitud y respeto”, informó un periódico, “y mil voces mantuvieron un grito constante de ‘¡La Reina! ¡La Reina para siempre!'”.
Pero cuando trató de entrar, le cerraron las puertas en las narices.
El espectáculo fue penoso y escandaloso, pero no inesperado.
Su esposo había prohibido su entrada, y no por una escaramuza doméstica pasajera.
La relación fue un desastre desde el primer momento en que se conocieron, provocando una guerra sin cuartel que dividió al reino.
Desprecio inmediato
Cuando Jorge, entonces principe de Gales, eligió a su prima como esposa en 1794, lo hizo porque estaba ahogándose en deudas y el matrimonio era la única forma de salir de ellas.
Era extravagante en sus gustos por la bebida, las drogas, el juego y las mujeres, y la generosa suma que recibía para cubrir sus gastos no le alcanzaba para satisfacerlos.
Pero también era inteligente, amante del arte, la arquitectura innovadora y el diseño ecléctico, se vestía con una exquisitez sin par y andaba siempre perfumado.
Naturalmente encantador y socialmente hábil, podía ser cortés y lograr que los visitantes se sintieran cómodos.
Ninguna de esas cualidades brillaron el día en el que conoció a su futura esposa.
La princesa Carolina, hija de la hermana de su padre, el rey Jorge III, y del nieto de Federico el Grande, había llegado de la provincia alemana de Brunswick.
Cuando la presentaron ante su prometido, fue odio a primera vista.
A él, ella le pareció tan desagradable que inmediatamente después de saludarla, dio media vuelta y se fue.
Ella, desconcertada, exclamó: “¡Dios mio! ¿Así es siempre el príncipe?”, y añadió: “Es muy gordo, y de ninguna manera tan buenmozo como su retrato”.
Tres días más tarde, el príncipe de Gales se presentó tan borracho a su boda que sus amigos tuvieron que sostenderlo durante la ceremonia.
Después, contó la misma Carolina, “pasó la mayor parte de su noche nupcial debajo de la chimenea, donde se desplomó y donde lo dejé”.
Jorge, por su parte, le diría al conde de Malmesbury que sólo tuvieron relaciones sexuales tres veces, y juró que jamás la volvería a tocar, pues la apariencia e higiene de su esposa le daba asco.
Bigamia
La situación de Carolina era deplorable.
Además del brutal rechazo de su esposo en un reino que le era ajeno, pronto descubrió que se había casado con un hombre que ya había contraido nupcias con otra mujer 10 años antes en secreto.
Pero era un secreto a voces.
Maria Fitzherbert era una hermosa viuda que inicialmente intentó rechazar al príncipe pero él la convenció, llegando a amenazar con suicidarse si no lo aceptaba.
Su clandestina unión contravenía el Acta de Establecimiento; Fitzherbert era católica, así que su boda impedía a Jorge heredar la corona.
Lo que lo salvó de tal destino fue la Ley de Matrimonios Reales, que le prohibía casarse sin consentimiento del rey antes de los 25 años, por lo que el matrimonio fue considerado nulo.
Fitzherbert, a pesar de ser su acompañante por años, podía ser convenientemente apartada a su antojo.
De hecho, antes de que Carolina apareciera en escena, había sido temporalmente expulsada de los afectos del príncipe por una nueva amante, la seductora Frances Villiers, condesa de Jersey, 10 años mayor que él y madre de 10 hijos.
De eso también se enteró rápidamente la nueva princesa de Gales, pues su marido se la impuso como dama de compañía.
Según el duque de Wellington, fue ella quien sugirió que Jorge se casara con la princesa de Brunswick, eligiendo deliberadamente a una dama con “modos poco delicados, carácter indiferente y apariencia no muy atractiva, con la esperanza de que el disgusto por su esposa aseguraría la constancia de su amante”.
De la profundamente infeliz relación de la pareja real nació una hija: la princesa Carlota Augusta de Gales, futura heredera del trono británico.
Tres días después de que la princesa diera a luz, Jorge dictó un testamento que se hizo público declarando a Fitzherbert su única esposa verdadera y heredera de sus posesiones; “a la que se llama Princesa de Gales” le dejó un chelín.
Víboras
Atormentada por la omnipresencia de lady Jersey y rodeada de seres hostiles que aprovechaban su manera de hablar y actuar para ridiculizarla, Carolina aceptó aliviada una separación no oficial según la cual, aunque viviría en el mismo lugar, sólo vería al príncipe en raras ocasiones formales.
Pero eso no bastó: la repulsión que Jorge sentía hacia ella crecía incomprensiblemente.
“Prefiero ver sapos y víboras arrastrándose sobre mi comida que sentarme en la misma mesa con ella”, dijo en una ocasión, mientras que, en otra, la describió como “la desgraciada más vil con la que este mundo jamás haya sido maldecido”.
Poco después abandonaron toda pretensión de una vida juntos.
Los términos de la separación fueron acordados en un intercambio de cartas en abril de 1896, donde Jorge terminó escribiendo: “el resto de nuestras vidas transcurrirá en una tranquilidad ininterrumpida”.
Aunque no era un divorcio, el matrimonio había terminado.
La princesa de Gales se mudó a Montague House, donde creó una corte alternativa a la que acudían personajes interesantes que pronto destacarían en sus respectivos campos, como el joven autor Walter Scott, el futuro primer ministro George Canning y el más tarde retratista real Thomas Lawrence.
Pero esa “tranquilidad ininterrumpida” que Jorge prometió no se dio.
Investigación indelicada
Comenzaron a circular rumores sobre el supuesto comportamiento inmoral e inmodesto de la princesa y se dijo que Carolina había dado a luz a un hijo ilegítimo, lo que confirmaría adulterio, un delito punible con la muerte.
En 1806, con el respaldo del príncipe, se creó la llamada “Investigación delicada”, en la que testigos fueron citados a dar detalles, fundados e infundados, de su vida privada.
El lamentable asunto se habría podido resolver sencillamente hablando con los padres del chico en cuestión. Willy Austin era un bebé que Carolina había acogido para ayudar a una familia de bajos recursos, algo que la princesa solía hacer.
Pero la indelicada investigación afectó la reputación de Carolina, al menos a los ojos del rey, que hasta entonces había estado de su lado, y le restingieron el acceso a su hija.
Y cuando el rey fue declarado incapaz de gobernar por razones de salud mental y su hijo, Jorge, se convirtió en Príncipe Regente en 1811, además de impedirle ver a Carlota, advirtió de que quien visitara a su esposa no sería recibido en su corte.
Carolina contaba con el apoyo popular, incluso de figuras como la escritora Jane Austen, quien escribió “Pobre mujer. La apoyaré todo el tiempo que pueda, porque es una mujer y porque odio a su esposo”.
Pero esa medida la dejó aislada. En 1814 aceptó la propuesta del ministro de Asuntos Exteriores de irse del país.
Reina
Tras pasear por Europa, disfrutando cada momento -“de una manera vergonzosa” según algunos aristócratas- se asentó en Italia, en una villa en el lago de Como atendida por su mayordomo, un apuesto italiano llamado Bartolomeo Pergami que, se sospechaba, era su amante.
En 1817 la princesa Carlota murió dando a luz. No tuvieron la delicadeza de avisar a Jorge IV y, cuando se enteró, se hundió en la depresión.
En Inglaterra, el príncipe regente quería el divorcio, pero eso solo era posible si se podía probar el adulterio de Carolina. El primer ministro británico envió espías a Italia en busca de testigos potenciales que testificaran contra ella.
Antes de que eso sucediera, el rey Jorge III murió el 29 de enero de 1820.
Carolina se convirtó en la reina de Reino Unido y Hannover.
Tras su larga espera, a Jorge por fin le había llegado el momento de su coronación, y de ninguna manera quería compartir su gloria con su esposa.
Sus esfuerzos para excluirla de la monarquía cobraron más ímpetu.
En febrero la excluyó de la liturgia, ordenando a los clérigos del reino que no la mencionaran en las oraciones dominicales por la familia real.
Guerra abierta
Ese desaire a la reina disgustó al público, en un momento candente.
Después de la Masacre de Peterloo, una manifestación pacífica a favor del derecho al voto que había sido disuelta violentamente por las autoridades, la popularidad del gobierno y del monarca era peligrosamente baja.
El gobierno había introducido una legislación para sofocar cualquier reclamo de reformas, pero las ideas inspiradas por la Revolución Francesa no habían desaparecido y la batalla real pronto se convertiría en una válvula de escape a la represión.
Carolina estaba lejos de ser una política radical, pero el flamante rey y sus compinches políticos les sirvieron en bandeja de plata a sus opositores una vía para expresar su descontento.
La reina había regresado a Londres a sentarse en su trono, con grandes multitudes vitoreándola.
Furioso, Jorge IV introdujo una “petición de penas y sanciones” en la Cámara de los Lores, acusándola de infidelidad con Pergami y exigiendo “privar a su majestad Caroline Amelia Elizabeth del título, prerrogativas, derechos, privilegios y exenciones de reina consorte de este reino, y disolver el matrimonio entre su majestad y dicha [reina]”.
Quería evitar la vía legal, pues en un juicio sus muchas indiscreciones saldrían a la luz, así que recurrió al Parlamento, donde se escucharían los testimonios de aquellos que los espías habían encontrado en Europa y a la princesa le permitirían asistir, pero no hablar.
Pero ella contaba con el apoyo de las clases media y trabajadora, y de los Radicales silenciados, quienes se dieron cuenta de que respaldar a la reina era oponerse al rey y al gobierno: se convirtió en una figura popular entre los manifestantes antigubernamentales y antimonárquicos.
Durante tres semanas, el peculiar juicio cautivó a la nación, con multitudes acudiendo a diario a mostrar su apoyo por Carolina. Hubo más de 800 peticiones y un millón de firmas a favor de la reina.
“Despertó un profundo sentimiento popular”, escribió el ensayista William Hazlitt . “Echó raíces en el corazón de la nación; tomó posesión de todas las casas o cabañas del reino… Se dejaron de lado los negocios, la gente olvidó sus placeres, incluso se descuidaron sus comidas, no se pensó en nada más que en el destino de la reina”.
La moción inicialmente fue aprobada en la Cámara de los Lores, pero finalmente abandonada cuando el gobierno comprendió que condenar a la reina era condenarse.
Ese día de verano
El rey tuvo que aceptar que irremediablemente esa prima que había elegido como esposa para saldar deudas era reina, pero iba a impedir por todos los medios que fuera coronada.
Acorde con su personalidad, la ocasión había adquirido dimensiones extravagantes: solo su atuendo costó US$3,5 millones en dinero de hoy, con el costo total de la coronación alcanzando US$33 millones.
Eso incluía la contratación de los mejores boxeadores para negarle la entrada a la ceremonia a Carolina.
Además, instruyeron a los guardas porteros a no permitir el acceso de nadie sin una invitación válida.
Eso hicieron cuando la reina llegó a una de las entradas oficiales. Pero ella perseveró.
“Nos electrizó un golpe atronador en la puerta del salón, y una voz desde afuera dijo en voz alta: ‘Es la reina, ¡abra!'”, recordó más tarde Elizabeth Robertson, una invitada que estaba adentro de Westminster Hall.
“Cien pajes rojos corrieron hasta la puerta, que el portero abrió un poco, y desde donde yo estaba sentada la vislumbré, con las bayonetas cruzadas del centinela bajo la barbilla.
“Estaba furiosa y vociferando ‘¡Déjeme pasar, soy su reina, soy reina de Reino Unido’.
“El Lord Gran Chambelán estaba con el rey, pero vio a su lugarteniente quien, con una voz que hizo retumbar el recinto, gritó: ‘Cumple con tu deber, cierra la puerta’, ¡e inmediatamente los pajes se la cerraron en sus narices!”.
Tras repetidas negativas, finalmente se dio por vencida.
Esa sería la última humillación pública que sufriría a manos de su esposo.
La noche siguiente se enfermó y cayó en cama, convencida de que la habían envenenado.
Murió tras 19 días de agonía el 7 de agosto de 1821.
El acta de defunción registró obstrucción intestinal. Expertos más tarde dirían que quizás la causa fue cáncer.
Para evitar que muerta fuera tan problemática como viva, se intentó sacar su cuerpo lo más discretamente posible para enviarlo a Brunswick.
Pero quienes la querían no lo permitieron: bloquearon con barricadas la ruta planeada y alinearon las calles para asegurarse de que su cortejo fúnebre pasara por el centro de Londres.
Sin embargo, no lograron que se cumpliera su última voluntad: que su lápida dijera “Aquí yace Carolina de Brunswick, la reina herida de Reino Unido”.
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