La fascinante (y no tan conocida) vida de Josefina Bonaparte, la primera esposa de Napoleón
La fascinante (y no tan conocida) vida de Josefina Bonaparte, la primera esposa de Napoleón
“Francia. El ejército. Josefina”
Estas fueron, al parecer, las últimas palabras que dijo Napoléon Bonaparte antes de morir, ya en estado de delirio.
Bien podría ser la biografía ultraresumida de quien se proclamó emperador de los franceses y fue alto estratega militar ante cuyo ejército sucumbió Europa.
Y si hay un nombre ligado al suyo es el de Josefina, su primera mujer. Aunque se separaron cuando supo que ella no podría darle un heredero, su vínculo no se rompió y siguió siendo importante en su vida.
Pero la historia no fue bondadosa con esta criolla francesa nacida en el Caribe.
En general, se le ha tachado de inculta, frívola y derrochadora, además de remarcar su apetito sexual voraz. Y aunque algunas de esas características son reales, otras lo fueron solo durante una parte de su vida o engrosan su leyenda negra.
Pero la vida de Josefina fue una reinvención constante, pasando de mujer “provinciana” a emperatriz de Francia.
Del Caribe a Francia
Aunque el mundo la conoció como Josefina Bonaparte, nació como Marie Joséphe Rose Tascher de la Pagerie, en junio de 1763 en la isla de Martinica, territorio francés en las Antillas, en el mar Caribe.
En su casa, una hacienda de grandes terratenientes de origen aristocrático, la llamaban Rose o Yeyette. Es Napoléon quien le hace adoptar el nombre de Josefina.
“Le dice que no puede soportar que otros amantes la llamaran Rosa. Ella lo encuentra como una chanza divertida de él y se lo consiente”, cuenta a BBC Mundo la periodista Eva María Marcos, especializada en el siglo XVIII y autora de la biografía “Ni arribista ni frívola; diplomática y sagaz: Josefina Bonaparte”
Pero para cruzar su camino con el de Napoléon aún debería pasar por otro matrimonio, uno concertado con Alejandro de Beauharnais, vizconde, militar y político. Se casan en París en 1780, ella con apenas 17 años, y se convierte en vizcondesa de Beauharnais.
Alejandro fue clave para que Rose floreciera, aunque no porque él la ayudara.
Nos cuenta Eva María Marcos que Rose llega a Francia con una imagen de ensueño en su cabeza, producto de lo que le cuenta su padre, quien sirvió en Versalles.
Pero la realidad es que ella, una chica “de provincias” criada como tal, no encaja con lo que se espera que sea: una mujer hecha para la vida de los salones ilustrados de la Francia de finales del siglo XVIII.
“Su esposo Alejandro encuentra una mujer bella por fuera, pero es un momento donde se aprecia más la inteligencia y se ve el cerebro femenino como algo sensual y erótico, donde la erudición es muy atractiva. Y ella tiene una formación básica”, apunta Marcos.
Alejandro, muy apreciado en los salones, la aborrece.
Primero la esconde en casa y le busca tutores para que le enseñen. Y debieron ser muy aburridos o toscos, porque no aprendió nada.
Así que Alejandro cortó por lo sano: la repudia.
“Decide hacerlo cuando acaba de nacer su hija y la saca de la casa, sin dinero y con dos niños”, explica Marcos.
Es 1783 y Rose solo tiene 20 años. Aquí es cuando empieza su verdadera revolución.
“Una perla en bruto”
No es que Rose se quedara de un día para otro en la calle sin nada: viene de una familia con recursos que le ayuda en este percance.
Se refugia con sus hijos en la abadía de Pentemont, en París, en un apartamento con 6 habitaciones y cocina con el aporte económico de una tía.
Este lugar, regido por normas monásticas y al cargo de monjas, era una especie de residencia para mujeres: antiguas amantes de los reyes, duquesas díscolas que se ocultaban allí durante el embarazo de algún hijo fuera del matrimonio, hijas a las que sus padres recluían cuando se ausentaban de casa para que no estuviera en riesgo su honor o, como Rosa de Beauharnais, mujeres repudiadas.
“Estas mujeres le abren los brazos a Rosa, a la que ven como una perla en bruto, y entre todas le enseñan cómo ser una dama de alta sociedad: desde cómo pintarse los ojos con vallas de sauco hasta cómo moverse, hablar, bailar”, cuenta Marcos del que considera un momento duro pero decisivo de la vida de la futura emperatriz.
Dos años pasa allí y, además de formarse para salir de nuevo ante la alta sociedad francesa, este tiempo le da el empuje para hacer algo que no muchas mujeres hacen en el París de entonces: denunciar a su marido.
Para repudiarla, Alejandro compra primero el testimonio de un esclavo de las Antillas que dice que ella había tenido amantes antes de casarse. Si la disolución del matrimonio se hacía efectiva, ella perdía el apellido, el título de vizcondesa, la custodia de sus hijos y el dinero y posesiones que puso como dote.
Eva María Marcos nos lee un extracto de lo que dijo el abogado del rey al que Rosa acude a poner la denuncia, cuando éste la conoció:
“Me he encontrado con una joven fascinante, una dama de distinción y elegancia de estilo perfecto, multitud de gracias y la más bella de las voces habladas”.
Gana el caso y Rosa se queda con su título de vizcondesa, posesiones y la custodia de sus hijos.
A partir de ahí regresa a los salones franceses y empieza a ganar influencia.
De la Revolución al Terror
Solo cuatro años después, llega la Revolución Francesa (1789), que unos años después deriva en lo que se conoció como el Reinado del Terror, con Robespierre al frente y una política sistemática de persecución a todos aquellos sospechosos de actuar contra la República.
Las detenciones masivas de la etapa del Terror, que en su mayoría terminaban en la guillotina, tocan muy de cerca a Rose.
“Tiene círculos de influencia en la política y en los tribunales, se mueve bien entre las dos aguas, y empieza a salvar gente, amigos, aristócratas”, narra Marcos.
Hasta que en 1794 su marido Alejandro cae preso. Y ella también.
Estuvo apenas unos meses en la Prisión des Carmes, pero esta era considerada una de las peores cárceles de la Revolución, con unas condiciones muy precarias, un alto hacinamiento y un número muy elevado de ejecutados al día.
“Cada día se leía el parte de las personas que iban a subir a la carreta para ir a la guillotina. La gente encerrada ahí, con una alta angustia vital, que no sabía si iba a morir al día siguiente, vivía el momento y se entregaba al frenesí, a la sexualidad, vivían al extremo. Allá Rose tiene un amante, al igual que su esposo”, detalla Marcos.
Esa angustia hace también que Rose sufra una menopausia precoz.
Alejandro no se libra de la guillotina. Rose se salva porque es Robespierre quien pierde la cabeza y liberan a toda la gente que estaba en des Carmes.
Y, ahora sí: Josefina Bonaparte
Ese espíritu de vivir al día, esa alegría extrema e incluso sexual que se vivía dentro de la cárcel de des Carmes, sale a la calle.
Rose, junto con la española Teresa Cabarrús, que conoció en la cárcel, pasea por Paris sin vergüenza, con un alto nivel de erotismo en el vestir y el actuar. Son parte de las llamadas “les merveilleuses” (las maravillosas) y escandalizan y encandilan por igual a la sociedad parisina.
Rose es poderosa, influyente, sensual y con formación.
Es ahí es cuando conoce a un Napoleón provinciano, que habla francés con un dejo de acento italiano, tosco y con pocas habilidades sociales, que no sabe moverse por los salones.
“Rose ve un patito feo, como lo fue ella cuando llegó a París”.
Ella en ese momento tiene muchos amantes pero también está con él.
“Si Napoleón está loco por ella es porque la activa y poderosa es ella. Y se obsesiona”.
En 1796, apenas dos años después de que guillotinaran al marido que la repudió y que ella saliera de la cárcel, se casaba con Napoléon.
Se convierte en Josefina Bonaparte.
El estratega y la diplomática
El 9 de noviembre de 1799 sucede el golpe de Estado del 18 de brumario en el que Napoleón queda como Cónsul de Francia. Poco a poco toma el poder.
Napoleón fue el inventor de las grandes instituciones del Estado y fundador de la Francia moderna, el impulsor del código civil y la separación Iglesia-Estado, pero también la persona que restableció la esclavitud o echó para atrás parte de los derechos adquiridos por las mujeres.
Fue emperador y conquistó parte de Europa, firmó tratados de paz y se encaró a las monarquías más antiguas. Fue un estratega y un gran militar, un belicista con más de 60 batallas a sus espaldas.
Pero no lo hizo solo.
Napoleón decía en sus memorias que él esgrimía la espada y Josefina esgrimía la bondad.
Mientras él peleaba o retaba al resto de gobernantes de Europa, se juntaba con ellos y en mitad de una charla, airado, lanzaba una taza de café al suelo, Josefina hacía el trabajo diplomático para calmar los ánimos de aquellos a los que su marido afrentaba.
Así pasó, por ejemplo, con el Tratado de Campo Formio, con el que se firma la paz con Austria.
“Josefina pasa 5 meses de trabajo diplomático y político y son los propios austriacos los que reconocen que sin ella no hubiera sido posible la paz y en agradecimiento le regalan un conjunto de caballos sementales”, sostiene Marcos.
Una influencer en el vestir
A un Napoleón con ansias de poder y un ejército a sus pies, el político Joseph Fouché le sugiere que, para evitar conspiraciones, cambie el consulado vitalicio que instaura en 1802 por un imperio hereditario.
En 1804 se autoproclama emperador de los franceses. Y ahí también decide que Josefina será no consorte, sino emperatriz.
Mientras Napoléon sigue mirando hacia afuera, en Francia ella mantiene audiencias con embajadores, cónsules y empresarios, y es quien susurra al oído cuando alguien se le acerca. Como dice Marcos, ella fuerza la relación humana que de otra manera Napoléon no tendría.
Y también impulsó la política (y la moda) con su modo de vestir.
Se dice de ella que fue una gran derrochadora y buena cuenta de ello dan los más de 700 vestidos y 500 pares de zapatos que llegaron a estar en su vestidor.
Aquí, las versiones sobre la frívola y derrochadora Josefina (se estima que su estipendio anual en general era de un millón de francos de la época) varían: algunos decían que gastaba, pero mucho menos que antecesoras como María Antonieta, mientras otros aseguraban que era Napoleón quien la obligaba a cambiarse de vestido al menos 3 veces al día por su manía extrema por la limpieza y su obsesión de estar a la altura de las monarquías europeas.
En ese camino, marcó tendencia con un estilo que aparentaba sencillez y era fácilmente replicable en la calle, que nos dejó sus famosos vestidos estilo imperio, que aún se ven en las pasarelas, y reavivó el tejido textil nacional al dejar de consumir muselinas de Reino Unido y decantarse por las famosas sedas de Lyon.
La emperatriz “vieja y seca”
En la cima del éxito le deparaba un nuevo rechazo: el de Napoleón, que le pidió el divorcio en 1809.
Porque aunque él estaba perdido de amor por Josefina, según se desprende de las tórridas cartas que le escribe, había un interés superior: que le diera un heredero, una labor imposible con su menopausia precoz, lo que le valió el ataque de la madre de Napoleón, que la llamaba “vieja y seca”.
Durante un tiempo, le estuvo vetado Paris y acercarse al hijo que Napoleón tuvo con su segunda mujer. Tiempo después se trasladó al Palacio de Malmaison, donde su gusto por la botánica la llevó a construir un invernadero y cultivar más de 200 especies nuevas en Francia.
Hasta su muerte, por una neumonía en 1814, Josefina y Napoleón mantuvieron el contacto.
“Es un referente de bravura, reinvención total, una mujer poderosa”, concluye Eva María Marcos.
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