Adriana Guzmán, indígena aimara: “El feminismo eurocéntrico tiene una mirada paternalista, nos ven como una anécdota, algo exótico”
Adriana Guzmán, indígena aimara: “El feminismo eurocéntrico tiene una mirada paternalista, nos ven como una anécdota, algo exótico”
Adriana Guzmán, referente boliviana en feminismo comunitario, fotografiada en el barrio de Las Letras de Madrid.
CLAUDIO ÁLVAREZ
– La activista, escritora y educadora popular boliviana reclama una mayor coordinación de los movimientos de mujeres del mundo para actuar frente “al patriarcado que se presenta como grupos fascistas”
Adriana Guzmán (La Paz, Bolivia, 47 años) nació un mes de febrero. “En los carnavales”. Eso marcó su carácter. “No por la alegría, sino por lo contestatario; porque se denuncian las desigualdades, las opresiones de la religión, del colonialismo, del patrón, el terrateniente, el racismo… Pero divirtiéndose”. Eso hace ella. La activista, escritora y educadora popular, indígena aimara, lesbiana y madre de dos hijas, es militante del llamado feminismo comunitario.
Miembro de la organización Feminismo Comunitario Antipatriarcal y de Feministas de Abya Yala, habla casi toda la entrevista en plural porque no entiende su lucha en singular. Ella es “nosotras”. Cuando no está viajando por el mundo para compartir su concepción comunitaria del femenismo, la protección de la naturaleza y la defensa del “vivir bien”, Guzmán habita en las montañas, a más de 4.000 metros de altura, a una hora y media de la capital boliviana. “Un lugar árido. Me gusta el frío, el viento, la llovizna. También la tristeza, es parte de la vida”. De paso por Madrid, después de participar en San Sebastián en unas jornadas sobre educación y mujeres, invitada por el Gobierno vasco, comienza la conversación hablando de lo terrenal: el cultivo de papas. “Ahora es el momento de quitar las hierbas para que crezcan fuertes”, explica, sufrida por no estar allí para colaborar en la tarea.
Pregunta. ¿Qué es el feminismo comunitario?
Respuesta. El pueblo aimara ha peleado siempre frente al Estado y el colonialismo, defendiendo nuestra lengua, cosmovisión, nuestros tejidos, nuestra propia forma de vida… Hasta lo que comes define quién eres. Todo eso ha marcado que mi feminismo sea comunitario y descolonizador. No hemos estudiado feminismo, venimos de la lucha en la calle contra el patriarcado, en el territorio, por necesidad. Pero al llamarnos feministas hemos empezado a dialogar y a conocer otros feminismos como el de Europa, que sigue siendo hegemónico, que te habla de igualdad, de empoderamiento, que es individualista, de autosuperación. Es el de las ONG, la cooperación internacional, el Banco Mundial.
P. ¿Cuándo se involucró en la lucha feminista?
R. Vengo del feminismo de mi mamá. De ella he aprendido a indignarme, a que me dé rabia el racismo, el extractivismo, que destruyan los territorios, que las Fuerzas Armadas tengan tanto presupuesto, los políticos… Y ella lo aprendió de mi abuela. Como organización, nos hemos dado cuenta de que nuestras ancestras son muy importantes; que en vez de estar mirando quién era Simone de Beauvoir, nosotras tenemos que ver qué hizo la abuela Bartolina.
Racismo es mi abuela materna migrando a la ciudad y sacándose su ropa tradicional para que mi mamá entrase en la escuela y aprendiera a leer, porque las hijas de las aimaras no podían estudiar
P. ¿Y qué les enseña?
R. Que el racismo nos atraviesa el cuerpo, no es un concepto. Racismo es mi abuela materna migrando a la ciudad y sacándose su ropa tradicional, la pollera, para que mi mamá entrase en la escuela y aprendiera a leer, porque las hijas de las aimaras, de las indias, no podían estudiar. La vida es una escuela de formación política. Lo que ha marcado mi vida son las injusticias, las opresiones que mi abuela ha vivido, y luego mi madre y yo de adolescente.
P. ¿Cuáles?
R. Mi mamá tuvo que pelear para que llegase la luz a la posta de salud de la comunidad porque las wawas [bebés] se morían con diarrea, porque las mujeres se morían al parir. Por un lado, no te aceptaban las parteras y por otro no había puesto de salud.
Adriana Guzmán.
CLAUDIO ÁLVAREZ
P. ¿Y usted?
R. Fui madre adolescente. Y escuchaba al mundo hablando sobre el embarazo adolescente y yo solo trataba de entender qué hacía con una pequeña niña, siendo yo también una niña y sin ninguna herramienta. Luego, no pude terminar mi tesis en Ciencias de la Educación porque me dijeron que mi abuela no podía ser una fuente, que tenía que citar libros.
P. Y entonces decidió escribir su propio libro.
R. Sí. No tengo tesis, pero tengo el libro. Se llama Descolonizar la memoria, descolonizar feminismos. Era una responsabilidad.
P. Ahora usted podrá ser citada por otros.
R. Esa era la intención.
R. Su abuela se tuvo que quitar la pollera para que su madre fuera a la escuela. Cuando usted fue a la universidad ¿ya se había avanzado contra esa discriminación?
R. Fui antes del proceso político de cambio, antes del Estado Plurinacional, y siendo una señorita, vistiéndome como alguien de la ciudad, sin sombrero, no como aimara. Mi mamá me decía: ‘Aprovecha que eres bonita’. En esa mirada colonial de la estética, las feas eran las aimaras.
P. ¿Cuándo recuperó su sombrero?
R. Se dio la masacre del gas [en 2003, unas movilizaciones contra la exportación de crudo acabaron con 58 manifestantes muertos], todo un proceso político en el que muchas mujeres decidimos dejar de ser señoritas para volver a nombrarnos aimaras.
P. Eso es una transformación muy profunda, más allá de la apariencia.
R. Fue un cambio con muchas consecuencias. Porque una cosa era hablar del colonialismo y del racismo, y otra era sentirlos. Por la forma en que nos vestíamos, por nuestro propio lenguaje, por estar en la universidad, no vivíamos la discriminación que habían vivido nuestras abuelas. Pero cuando vos te empiezas a vestir con esta ropa, te pones sombrero o mascas coca en lugares públicos, que es parte de nuestra cultura, experimentas el triple de racismo. En el transporte público te ven y la gente se hace a un lado porque imagina que hueles mal.
P. ¿También siente racismo en los espacios feministas?
R. El feminismo eurocéntrico tiene una mirada colonial, paternalista. Nos ven como una anécdota, una nota de color, algo exótico: unas indígenas llamándose feministas. Y nosotras no hablamos de feminismo indígena, sino comunitario; igual que se habla de feminismo materialista, no de feminismo blanco, aunque sea blanco.
Tenemos un gran trabajo que hacer coordinadas frente a este crecimiento de las derechas, de los discursos de odio y del extractivismo en el mundo
P. ¿Encuentran puntos en común?
R. Hay que discutir las diferencias, pero hay que tener claro que el enemigo es el patriarcado y que con quienes estamos hablando son compañeras feministas, no con Margaret Thatcher. Estamos todavía en la fase de discutir qué es feminismo, qué pensamos que es el género, qué es el patriarcado. Pero hay que hablar menos y hacer más. Nos indignan la violencia, el fascismo, las masacres, los crímenes contra las niñas. Ahora el patriarcado se está presentando como grupos fascistas, como Vox o Milei, que además están vinculados a las transnacionales que los financian. Tenemos un gran trabajo que hacer coordinadas frente a este crecimiento de las derechas, de los discursos de odio y del extractivismo en el mundo, no solamente en Bolivia.
P. Usted defiende el “vivir bien”, pero con tantos compromisos alrededor del mundo, ¿le falta tiempo?
R. Cuando no divides tu pareja, tu familia, tu trabajo y tu activismo, es posible tener tiempo. En la organización Feminismo Comunitario Antipatriarcal, mis hijas son mis compañeras. Y, junto con otras, cocinamos, criamos, discutimos cómo vamos a hacer frente al Estado. No hay un tiempo específico para cada cosa, sino que está todo mezclado. De todas formas, a mí también me falta tiempo. Por ejemplo, no he podido quitarles las hierbas a las papas que hemos sembrado para que puedan crecer tranquilas.
P. ¿Qué más le gustaría hacer si tuviera tiempo?
R. Acabar la tesis, después de haber dejado ese camino para cuestionar a la academia y las lógicas coloniales de las fuentes. Sé que mi mamá estaría orgullosa porque ninguna de nosotras tiene un título profesional y al final toda la lucha también ha sido por la educación. Es una responsabilidad cumplir con lo que ellas querían, una hija con un título de Ciencias de la Educación, y no solo cuestionar la academia.
P. ¿Qué le frena?
R. Todas las contradicciones sobre la educación; es una herramienta de dominación. Y a veces pienso que han pasado tantos años que ni sé si podría escribir una tesis.
No queremos ser sirvientas, ni que nuestras hijas lo sean
P. ¿Qué futuro le gustaría dejar a sus hijas?
R. Pensar en dejarles un mundo distinto es demasiado. Construirlo va a ser parte de su trabajo también. Así que quisiera dejarles el orgullo de poder nombrarnos ―a mí, a mi madre, a mis abuelas―, de quiénes son ellas y lo importante que es el color de su piel y el territorio de donde vienen. Para que sigan peleando por el vivir bien, por una vida digna para todos los pueblos y para la naturaleza.
P. ¿Qué tiene que ver el feminismo con la naturaleza?
R. Para nosotras, el patriarcado es capitalista, colonialista, racista, extractivista, neoliberal. Y el capitalismo nos quita la vida misma, nos quita el tiempo para criar, para disfrutar, para querer, para dialogar con la naturaleza, incluso entre las personas. Siempre se dice que los pueblos indígenas podemos hablar con la naturaleza, pero no es porque somos indígenas, sino porque nos damos el tiempo para escuchar a los pájaros, para dialogar con el agua y las montañas.
P. ¿Qué es vivir bien?
R. Vivir con dignidad. Cuando una periodista le preguntó al abuelo Felipe Quispe, el Mallku [polémico líder campesino] por qué estaba en lucha, él le dijo: “Porque no quiero que mi hija sea su sirvienta. Ni aquí, ni allá, ni en ninguna parte”. No queremos ser sirvientas, ni que nuestras hijas lo sean. Que nadie tenga que servir a nadie, que no haya relaciones de poder, de humillación de ningún cuerpo. Tener salud y educación dignas. Tener tiempo para criar y para cuidar de la papa.
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