Una comunidad mapuche se alía con científicos y restaura un bosque quemado en la Patagonia
Una comunidad mapuche se alía con científicos y restaura un bosque quemado en la Patagonia
– La comunidad Aigo tejió una alianza con biólogos y una corporación estatal para recuperar 1.200 hectáreas de tierras ancestrales esenciales para su subsistencia
La alianza entre una comunidad mapuche, una corporación estatal y un grupo de técnicos y científicos ha permitido avanzar en la recuperación de un bosque ancestral de araucarias, lengas y nires en el Parque Nacional Lanín, ubicado en la provincia de Neuquén, en la Patagonia argentina. Los trabajos se llevaron a cabo por etapas en la última década, luego de que un incendio forestal provocado por la acción humana arrasara más de 1.200 hectáreas entre finales de 2013 e inicios de 2014. Ahora, apuestan al monitoreo del crecimiento de las plantas y a un estudio detallado de la regeneración natural de las áreas a partir de un protocolo que se aplicará durante la próxima década.
El devastador incendio ocurrió en la zona de Ruca Choroy, cerca de la ciudad de Aluminé, donde habita la comunidad mapuche Aigo, y consumió no solo miles de ejemplares de especies nativas, sino también el ecosistema que le permitía la subsistencia a los pobladores y garantizaba el acceso a leña, forraje y refugio para el ganado. “Fue un momento de mucha tristeza. Ver así el lugar, el paisaje, cómo se quemaba habiendo tantas plantas nativas fue muy triste”, recuerda Franco Colinahuel (27, Ruca Choroy), integrante de la comunidad Aigo, quien en aquel entonces era adolescente y en la actualidad trabaja recorriendo el bosque, un puesto creado especialmente para prevenir posibles incendios.
Para las tareas de restauración del bosque se han construido más de 20 kilómetros de cercos alambrados y terrazas de contención que ayudan a prevenir la erosión del suelo, una de las principales amenazas en zonas que fueron afectadas por el fuego. El objetivo no es solo garantizar el crecimiento de los árboles que habían sido plantados, sino también generar las condiciones ambientales para restablecer el ecosistema.
Los trabajos se hicieron en conjunto entre la comunidad Aigo, la Corporación Interestadual Pulmarí (titular de las tierras que las cede a siete comunidades mapuches que habitan la zona y otorga concesiones al sector privado para desarrollar emprendimientos turísticos y otras actividades productivas), la Dirección de Bosques de Neuquén y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), que se sumó en 2022, para evaluar las tareas de restauración y confeccionar el protocolo. En este, además de estudiar al detalle el crecimiento de las plantas y de las áreas que no se quemaron por completo, se estudiará la red de drenaje y el uso humano.
Pero la mayor parte de los trabajos ya se han hecho, por etapas, entre 2016 y 2020. La bióloga Natalia Furlán, técnica del INTA-San Martín de los Andes, explica que en ese período se construyeron los cercos y cerramientos con plantaciones de nires, lengas y araucarias, siempre respetando los bosques previos. Para llevar adelante la evaluación, Furlán y los otros miembros del equipo del INTA recorrieron el bosque y marcaron puntos en las zonas quemadas, que visitaron durante dos temporadas de verano, con 22 campañas de muestreo en jornadas de entre dos y tres días de trabajo. “Pudimos diagramar un mapa del estado de la vegetación, pero además estudiamos la efectividad de las medidas de restauración que se llevaron adelante; hubo cosas que se hicieron bien y otras que no”.
El incendio que arrasó 1.238 hectáreas de bosque nativo afectó el suelo con distintos grados de severidad. Furlán detalla que una zona de pendiente pronunciada con plantaciones de lengas fue de las más dañadas, no solo por la gravedad, sino por la extensión. Para la bióloga, las tareas de evaluación de la intensidad y severidad son fundamentales. “Primero se debe hacer un mapeo, trabajar con imágenes y luego constatar en campo”, remarca.
No apurarse a plantar es clave porque hay especies que rebrotan solas, con lo cual esa zona del bosque podría tener una recuperación rápida y sería una pérdida de tiempo y recursos económicos enfocarse allí. “El nire tiene más adaptación al fuego. La lenga, no. Y las araucarias tienen yemas y cortezas gruesas que le dan cierta protección. Se cierran y, una vez que el incendio pasó, se abren y pueden seguir creciendo”, precisa Furlán, quien resalta que conviene aguardar al menos una temporada antes de iniciar la restauración. Además, dice que puede ser conveniente el desarrollo de tareas previas a la plantación, como la prevención de la erosión del suelo.
Entre saberes ancestrales y teoría científica
Furlán recuerda que en el equipo tenían discusiones permanentes sobre las estrategias a aplicar. “La comunidad necesitaba el territorio para la cosecha de piñones de la araucaria, para el alimento del ganado y abastecerse de leña. ¿Cómo se hace para limitar el uso productivo y permitir que el ecosistema se recupere? Es muy difícil”, analiza la bióloga, resaltando la necesidad de que el proceso de restauración sea en conjunto con la comunidad. “Tiene que intervenir en la toma de decisiones”.
Para Fabián Del Prado, gerente general de Pulmarí, era necesario reducir la carga ganadera de la zona, que limitaba —y en algunos impedía— la recuperación de las plantas. “La teoría técnica dice que hay que clausurar y no pueden ingresar animales. Pero la comunidad tiene la necesidad de usar sus campos. No fue sencillo, hubo que hacer acuerdos, cierres perimetrales y sectorizados en las zonas donde el fuego castigó más”, resalta.
El diálogo con la comunidad Aigo —la más grande de la zona, con unos 2.000 habitantes— era clave. “El conocimiento que tienen es muy importante y no es tan habitual que se las incluya en un proceso así”. Su rol fue central, además, para acompañar las caminatas de las investigadoras del INTA. “Nos guiaban, pero también informaban a la comisión directiva sobre nuestras tareas. La comunidad debía estar al tanto de lo que hiciéramos y del estado en el que se encontraba el lugar”, cuenta Furlán.
La recuperación de las araucarias era fundamental, no solo porque las comunidades mapuches les rinden respeto ancestral, sino también porque hacen un uso productivo de su fruto. “Ese piñón nos permite sobrevivir. Podemos hacer negocios con los comerciantes de la zona, así que para nosotros es muy importante. Además, tiene ganchos que se van secando y cuando caen sirven como leña, que en invierno es vital”, explica Colinahuel. “Hubo una parte de las plantas que cedió, otras no. Pero veo buenos resultados”.
Él era adolescente cuando hace una década el incendio arrasó el bosque. Unos años después, se dedicó a trabajar en el alambrado que rodea a la zona quemada y luego en la plantación de lengas y nires. “En una época plantábamos más de mil por día”, recuerda. Hoy su trabajo consiste en caminar por distintas zonas para detectar que no haya madera verde cortada y que no se inicien fuegos ni humo en zonas prohibidas, en especial en la temporada alta de turismo. “¿Qué mejor que salir al campo a mirar la naturaleza, o ver lugares que estuvieron quemados y donde ahora florecen nires y lengas?”, reflexiona. “Lo ideal es permitir la recuperación, no se deben poner muchos animales. Yo recorro y veo muchas ovejas, chivas y yeguada que comen las plantas que van creciendo”.
Del Prado tiene esperanza en que el protocolo elaborado por el INTA permita trabajar de forma más efectiva ante futuros incendios y valora el rol de los integrantes de la comunidad en la prevención de incendios, en un área de 113.000 hectáreas que cuenta con 82.000 de bosque nativo. “Es muy propenso a quemarse, en especial en los veranos con sequías y mucho calor, como los que tuvimos y los que se vienen”, dice con preocupación.
Para Furlán, es importante recuperar los bosques quemados porque cumplen una función esencial para el desarrollo de la vida. “Son los ecosistemas más valiosos, proveen oxígeno, son fuente de reciclado de la contaminación, reservorios de carbono y purificadores del aire. Mientras más bosques conservemos, mejor. Son fundamentales para la vida humana, pero también para otras especies, desde aves hasta microorganismos. Y además, las comunidades tienen una coexistencia, una codependencia y una coevolución. Las culturas tienen convivencia con los bosques”, concluye.
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